Aquello que más amamos es paradójicamente lo que más nos agota, escribió Fran, hace ya tiempo, y yo me acuerdo de esa frase mientras tratamos de hablar este día de abril que se ha empeñado en parecerse a noviembre.

La vida es Castilla en noviembre, escribió también, y eso que entonces no había llovido tanto, ni habían pasado tantas cosas, ni exhibíamos cicatrices como estas que nos empeñamos en tapar ahora, porque la discreción y la supervivencia son marcas de la casa.

Fran es Francisco Rodríguez Criado, compañero de columna, y compañero también de otras aventuras literarias y de conversaciones como las de hoy, a salto de mata, mientras los niños saltan de verdad, y hace frío fuera.

De eso hablamos. Del frío de dentro, de amigos de los que son y están siempre, aunque los veamos poco. Así se pone la vida algunas veces.

De Juanra, que acaba de presentar El verano del endocrino, una apuesta por la literatura que no tiene nada que ver con la de usar y tirar, sino la de reflexión y gozo.

De Marino y Ana, de la luna libros, de su presencia más allá del desaliento, y de su compromiso con la cultura contra viento y marea.

De Diego González, que comparte colección con un libro sobre perdedores y sobre el amor que nos transforma.

De los cuentos de Fran, de su consolidada preocupación por la palabra exacta, la corrección lingüística, la experimentación. Escribir el mismo libro no sirve de nada, dice. Del amor y sus fracasos, de cuentos como El abrazo, o El hombre invisible, tan bisémico. De lo difícil que es un buen diálogo, como los que él escribe en Casa vacía, puros retazos de realidad. De las fábulas morales sobre la incomunicación, como La soledad de la selva. De la aparente y engañosa facilidad de lo que cuenta. Todo eso mientras lo que no decimos ocupa más que lo que decimos, como si estuviéramos escribiendo un cuento.

Leyendo entre líneas, no pronunciando lo que no queremos contar. La muerte, la crianza, la edad, el olvido de los que tanto queremos. Llevamos vidas casi paralelas, dice. Mientras, los niños, como la lluvia, arrecian, la camarera empieza a protestar y la escena termina con despedidas rápidas y buenos deseos.

Escribir un cuento es saber callar a tiempo. Ocultar, esconder. Veo en los ojos de Fran un mismo dolor compartido, pero también la esperanza, la perseverancia, la lucha.

Puede que la vida literaria canse, pero no la literatura, sobre todo aquella escrita por personas como Fran, capaces de reinventar la historia en unas pocas líneas.