Un querido amigo me tildaba el otro día de cándido por plantear este asunto -el del sentido de la vida- en una conversación más o menos sesuda. Tal vez piense lo mismo el lector de estas líneas: ¡anda que malgastar espacio del periódico para esto, con los problemas que hay! A mucha gente las preguntas filosóficas les parecen cosas de niños, una pérdida de tiempo, un ocuparse de algo irreal o, cuando menos, imposible de resolver. ¡La economía, la técnica, la política, la ciencia: eso sí que son cosas serias de las que merece la pena hablar!

Pues fíjense que es la ciencia -por no hablar de las necesidades inmediatas, los artilugios técnicos o las trifulcas políticas- lo que me parece a mi cosa de chiquillos. ¿Qué más dará de qué estén hechas o cómo se muevan las cosas -clamaba el viejo Sócrates tras leer a los ‘físicos’ de su época- si no sabemos por qué ni para qué son o se mueven?... Galileo hizo bien al retractarse -decía Albert Camus-: nadie se suicida porque sea la Tierra o el Sol lo que gire alrededor del otro (pero sí por no encontrarle sentido a la vida).

Obsesionarse por los detalles del mundo visible tiene algo de pueril o primario. Yo creo que uno empieza a madurar cuando, más allá de coleccionar mariposas o describir universos paralelos, se pregunta a qué viene todo esto -sea cómo sea- y lo qué pinta uno aquí. «¿Para qué todo?» O, al menos, «¿para qué yo?», «¿para qué vivimos?». No creo que haya preguntas más serias que estas.

Tres cosas hay en la vida -decía la copla-. El filósofo Kant coincidía en lo de la salud y el dinero, pero cambiaba lo del ‘amor’ por la «salvación del alma». Dado que no pocos románticos creen que en el amor está la «salvación» o el sentido de la vida -la salud solo es lo primero y la riqueza no lo es todo- podemos dar la doctrina de Kant por cantabile. Ahora bien: ¿qué es eso del amor? ¿Amor a qué? ¿Basta con eso para «salvar» o dar sentido a la vida?

El hombre moderno (y postmoderno, que es lo mismo pero no es igual), creyendo estar de vuelta de todo (o que todo da -nietzscheanamente- vueltas, sin razón alguna), deprecia con sorna estas preguntas a la vez que persiste -de modo pésimo- en responderlas. Más allá de su ridícula obsesión por la riqueza o la salud, confunde el amor con la auto-estima, y la salvación con la emergencia sin más (a lo Munchausen) de ‘lo más’ por lo menos. Así, se busca el sentido de la vida en el culto a los sentidos (en el sexo los jóvenes, en la gastronomía o los viajes los más viejos), en las emociones fuertes (los refinados, en las estéticas), o en el triunfo de la voluntad (en el poder o el trabajo ciegos, o en el activismo cívico o político), sin percatarse de que todo eso, para tener y dar sentido, requiere de algo que lo trascienda. El hedonismo sensual, si no apunta a un encuentro más profundo con las personas o el mundo, es puro hastío. El misticismo del esteta, una versión secularizada e insuficiente de la emoción religiosa. Y el poder o el compromiso moral, sin un ideal o afán redentor que los movilice, no más que pose narcisista o rito neurótico.

En general, el espíritu moderno se ríe de la pregunta por el sentido porque cree que la realidad (y la vida) son lógicamente absurdas -y que, ante eso, no cabe, lógicamente, más que el disfrute sensual o la pseudo-religión del esteta o el activista-. Pero su premisa es discutible (no conozco un solo apologeta del absurdo que no pretenda defender su tesis con el mayor de los sentidos), y la pregunta sigue ahí, sin que la ciencia tenga nada que ver en ella, el placer pueda más que adormecerla, y la mera voluntad (es decir, la fe) baste para saldarla al que no quiere crucificar por ello la parte más prometeica y lúcida del alma.

¿Tiene entonces sentido la vida? Tal vez. El de buscarlo, absoluta y libremente, sin otra concesión que la que damos a la forma de la pregunta misma, es decir: a la razón. ¡Abran los ojos -o ciérrenlos para pensarlo- : no hay ciencia más verdadera, voluntad más motivada, ni emoción más bella y gozosa que las de los que se embarcan y vibran en esa búsqueda.

* Profesor de Filosofía