La preocupación por el lenguaje inclusivo, ese que no generaliza a base de excluir a más del 50% de la población, me parece válida en principio. Me resulta apropiado que se hable tanto de las «personas» como de los «seres humanos»; incluso, a veces, entiendo algún que otro desdoblamiento de género para aclarar alguna ambigüedad, pero son pocas esas veces a las que me refiero y me irritan los desdoblamientos continuos por parte de quien no tiene otra intención ni otra idea que la de quedar bien dentro de los parámetros de la corrección política.

Estos desdoblamientos suenan a repetición innecesaria y baldía. Luego vienen personas que están en el poder, seguramente llenas de buenas intenciones liberadoras e inclusivas, que lo único que consiguen es desmochar el lenguaje teóricamente en aras de conseguir que las mujeres nos identifiquemos con el lenguaje político, que nos sintamos incluidas en un discurso que nos afecta en cuanto a nuestros derechos y responsabilidades. Digo «teóricamente» porque, en realidad, lo que oímos y con lo que nos encontramos es con un pataleo verbal, una perreta más acorde con la reacción de un niño enrabietado que con la de una persona adulta y con conocimientos. Naturalmente, me refiero a las salidas extemporáneas de una política en concreto a quien nos toca soportar no porque la hayamos elegido, sino por alguna otra razón que, a todas luces, se me escapa. Esta águila de fuego, tan pertinaz en sus acuñaciones verbales, no distingue entre género gramatical y género biológico. Es así que se queda tan contenta cuando cree que añadir una a una palabra como «portavoz» convierte esta palabra en femenina (aplicable a las mujeres) sin darse cuenta de que 1) «voz» es gramaticalmente femenina y 2) el compuesto «porta-voz» es invariable.

No sé si se daría cuenta de que «imbécil» también es invariable. Hay puristas que nos recuerdan que las palabras acabadas en -ente/-ante, como «cantante» o «presidente» son eminentemente invariables; y que sería descabellado flexionar las acabadas en -ista, como «artista» o «turista», para convertirlas en algo que sonara más masculino o más femenino. De acuerdo, pero solo hasta cierto punto.

A nadie se le eriza el flequillo cuando oímos que Yves Saint-Laurent era un gran «modisto», y dudo que nadie hable de las dependientas de una tienda volviendo a usar el original «dependientes». Lo que quiero decir es que la lengua evoluciona y cambia con el uso que le damos todos a lo largo de la historia. Si no hubiera cambiado y desde el habla, desde lo que usa la gente en la calle, seguiríamos hablando latín. Lo que ya no es tan aceptable ni tan efectivo es la imposición desde el poder sea este del signo que sea.

El berenjenal en el que me he metido (y del que no estoy nada segura de que vaya a salir y mucho menos ilesa) es el de, por un lado, creer que la lengua afecta nuestra manera de tratar a las personas con las que nos comunicamos y que, en muchos casos, la mujer ha sido y sigue siendo marginada o ignorada por un lenguaje supuestamente objetivo pero, en realidad, profundamente sesgado que privilegia al varón como modelo para toda la humanidad: Dios Padre, Dios Hijo, el hombre de Vitruvio, el hombre de la calle, los maestros del arte, los diestros, el macho alfa, etc.; por otro lado, tiendo a sospechar de los cambios por decreto, porque sí, y desde las élites del poder. Más aun cuando me hace la impresión de que el tiro va a salir o ya ha salido por la culata. Es decir, cuando la política en cuestión consigue alienar a muchas mujeres que, bien consideramos inútiles sus esfuerzos por las razones que ya he presentado (la lengua evoluciona desde abajo, no desde arriba), bien nos parecen abiertamente necios (nótese que la necedad es inclusiva, no discrimina a nadie). Presentar batalla a una discriminación histórica a base de acuñaciones verbales menos que afortunadas es dar rehenes al enemigo.

Las mujeres hemos sido víctimas de un machismo secular y, sin embargo, nuestra identidad no se puede definir a perpetuidad como «víctimas». El acceso a puestos de trabajo o de representación económica, social o política ha cambiado el significado de la palabra «presidenta», por ejemplo. Antes era la mujer del presidente, ahora es la persona que ocupa ese poder o ese puesto. Piensen en Ana Botín o en Christine Lagarde. Lo mismo podría decirse de «gobernadora», «alcaldesa», etc.

La realidad modifica el lenguaje porque la propia realidad ya ha cambiado. Cuanto más vayamos cambiando nuestra realidad inmediata en todos los ámbitos, más inclusiva será la lengua en la que comunicamos esa realidad.

*Investigadora asociada del departamento de Lenguas Medievales y Modernas de Oxford.