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UNA CASA A LAS AFUERAS

Mar Gómez Fornés

Las muchachas Rosemonde

Emerge sobre la planicie de los crispados titulares, la imagen impecable de la niña Leonor de Borbón y Ortiz, una Mary Jane Watson a la española pasada por baños interminables de camomila y clases de protocolo. La actual princesa de Asturias se ha despertado al fin, de su edulcorado vivir en Palacio. Ha tenido que llegar Corina Larsen para sacudir las alas aladas de esta ninfa y adelantar el capítulo del cuento en el que hace acto de presencia la bruja malísima, con su ejército de musarañas amenazando la paz del reino.

Con toda seguridad la extrema delgadez de Letizia se deba al papel de madre-tigre que dicen, ejerce sobre la niña-princesa. Un sin vivir éste de Letizia por tratar de mitigar el sufrimiento, embellecerlo y resguardar a la niña-joya, ponerla a salvo del campechanismo ibérico, tan campante por cierto en los alrededores de su propia cunita. Tanto esmero, tanto mimo, tanto guardaespalda para venir a tropezar con el ogro del cuento dentro de casa.

Un esfuerzo titánico el de esta madre encorajinada, enflaquecida, afinada, lánguida y casi apergaminada, por evitar que la niña-junco asome su trenza al torreón de palacio y se la corte el bufón de la coleta, o peor aún, que el enano gafotas le vaya con historietas de las mil y una noche para no dormir.

Ni imaginar quiero, el trasiego de Leitiza en los despachos tratando de poner algodones para que la furia española no traspase una sola rendija de su fortaleza. Las peroratas que lanzará esgrimiendo su drama hispánico “Dios mío Felipe, qué desgracia, mira que si por culpa de tu padre la niña-flor no reina en España, con la custodia que hemos puesto para cuidarla y con lo bien que habla la niña-brisa el catalán y el euskera. Iba para reina de todas las Españas y ahora esto del abuelo...”

La madre-tigre no descansa, se ve, se presiente, se escenifica en cada brazo tensionado como la flecha de un arco, que Letizia siente un puñal clavado en la espalda y camina sin la menor duda como una gacela acosada por sus propios fantasmas. Su inquebrantable ambición de perfección le ha arrebatado toda chispa de luminosidad. El foco ya no la busca y ahora es Leonor, la niña-espiga la que desprende destellos de estrella. “Dios mío Felipe, ¿pero por cuanto tiempo será este sueño de verla reinar? No te quedes ahí, como un rey pasmado”.

Cri-cri-cri se oye en los jardines de palacio. Un grillo entre las flores.

¡Cómo es la realidad de fantástica! Algún día puede que el cuento empiece así: Érase una vez, una princesa falsa llamada Corina, bella y fría como el mármol, rubia como las arenas del desierto, tenía la espina de un apuesto rey clavada en su corazón. Tanto dolor tenía, que amenazó con destruir su reino. Pasados los años... en aquél reino nadie se acordaba del rey ni de su estirpe. Los súbditos se organizaron en comunas, se sublevaron y proclamaron la república independiente de Retuerka... Nunca llegó al trono la bella princesa Leonor, la niña-sol.

Se acabó el cuento con pan y rábano tuerto. Y pasaron muchos años y el cuento se perdió entre castaños.

Como me lo contaron te lo cuento, no me lo invento. Se acabó el cuento y se lo llevó el viento. Todo esto fue cierto y pudo no haber sucedido. Cuento contado cuento acabado. O como dicen en Portugal: Quien cuenta un cuento tiende un puente. Colorín colorines y comieron perdices. Fin del festín.

Cuentan los viejos del lugar que a la pobre Leonor le picó la libélula emperador debiendo exiliar su corte de hadas al país de las plantas aromáticas y mediaslunas. Allí llegó desorientada, desplazada por vientos de guerra, huyendo de insidiosas manadas de Orgiofantes.

De su madre no se supo en las crónicas. ¡Oh, profunda Letizia, lamentándote de tanta malicia!

Ahora las niñas de España se llaman Rosemonde.

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