Siempre he aprendido de la sabiduría natural que albergan personas de pueblo que no tuvieron la posibilidad de abandonar su lugar de nacimiento y se vieron obligados a permanecer en él durante toda su vida. El color de su piel tostada y arrugas un poco más profundas de lo que sería lo normal para su edad, delatan su trayectoria vital.

Buscando la mayoría de ellos ya las setenta, en incluso más de ochenta primaveras, se arraciman en una esquina, a la entrada del pueblo, en las mañanas que hace sol, y allí pasan un buen rato de su tiempo de invierno. Nunca estudiaron más allá de los estudios primarios, pero tampoco nunca perdieron el interés por saber, y ojean periódicos, y escuchan la radio y la televisión. Algunos todavía llevan viejos transistores de bolsillo en sus paseos matutinos, para no perderse la última hora de las noticias. No les atraen los móviles modernos dotados con sistemas de funcionamiento complicados e inteligentes, en cuyos teclados apenas si les caben sus dedos de enormes manos que, un día, se dedicaron a tareas duras en el campo. Cuando puedo, me acerco y me limito a escucharles porque siempre, como he dicho, aprendo de ellos mucho más de lo que yo les pudiera enseñar.

La otra mañana, hablaban de la confianza, de lo importante que era confiar en otros para poder actuar y tomar decisiones cuando alguien te marca directrices a seguir. Siempre había silencios entre las intervenciones de los interlocutores, que les servían, además de para pensar en lo que iban a decir, para respetar la opinión del compañero, sin menospreciar los argumentos que esgrime el que tertulia a su lado. Algo así como lo contrario a lo que podemos observar en las intervenciones de nuestros políticos en las cámaras baja y alta del Congreso y Senado.

Decía uno, que no paraba de subirse la mascarilla quirúrgica, cuando se le bajaba por debajo de su nariz al hablar, que cómo iba él a confiar cuando le decían cuál era la mejor mascarilla que debería usarse, si primero se hartaron de decirnos que lo de usar mascarilla era totalmente contraproducente, para decirnos luego que, si estabas contagiado sí, y si no, no. Después decían que la mejor de todas era una que se llamaba FFP2, pero si la usabas, te la tenías que colocar encima de una quirúrgica… con lo que, ante tales desaguisados de desinformación, al final nos poníamos la que nos daba la gana o la que mejor podíamos costear.

Otro aprovechó, tras un nuevo silencio de asimilación y respeto, para darle la razón, apostillando que, para crear más desconfianza, si antes decían que la mejor era la FFP2, ahora decían que como la FFP3 no lo había. Y que algo parecido había pasado con los guantes porque decía que nunca había habido tantos guantes de plástico en su casa como ahora, porque hasta hacía nada, no se podía salir de casa ni entrar en ningún sitio sin ellos, y ahora sólo los utilizaba para darle la vuelta a los lomos de la ‘enramá’ de la matanza.

Después de la pausa establecida, un nuevo interlocutor, con una espesa barba blanca, decía que efectivamente era fundamental tener confianza para actuar con convicción y determinación (estas palabras las utilizaba porque decía que se las había oído a un político en la tele que le gustaba). Pero se preguntaba que qué confianza íbamos a tener con esa vacuna extra de Séneca (así la llamaba él, pero todos le entendíamos), si hace nada nos habían dicho políticos y científicos que su eficacia era de un sesenta por ciento y que no estaba indicada para mayores de 55 años, además de mostrar en muchos vacunados ciertos efectos secundarios adversos, que obligaban a los científicos y virólogos a seguir investigando sobre la idoneidad de su uso, y ahora aumentaban los picos de edades a los que se les iban a inyectar. Añadía, además, que qué confianza vamos a tener en una Europa en la que países como Alemania y otros, comienzan a adquirir vacunas por su cuenta sin contar con la Comunidad Europea. «Malos tiempos para la confianza», terminaba diciendo.

«¡Dejad de decir tonterías!», les espetó el más anciano de aquella reunión solariega, que casi contaba noventa y siete. Todo el mundo le respetaba porque había sido uno de aquellos profesores antiguos del PPO, que había enseñado a medio pueblo a manejar las operaciones básicas matemáticas, la regla de tres y el tanto por ciento. No tenía más estudios que los que recibió en la escuela, pero su saber estar y su sensatez, le habían dotado de un liderazgo natural que todos admiraban. «¡Dejaos en paz de desconfianzas y monsergas! ¡Estamos todos en una pandemia y tenemos que vacunarnos todos sin excepción, y con la vacuna que los científicos nos digan, y punto!» Y los asistentes comenzaron a desparramarse ipso facto.

*Exdirector del IES Ágora