La carne del tótem en las oficinas del pensamiento. Carnes bravías como bravía es la fiesta. El toro de lidia, la dehesa y la libertad… una religión de valientes. El toro es andariego y sus carnes son magras y duras. Las carnes del bravo, del toro bravo, se asemejan, en alguna medida, a las carnes de caza. Como los cérvidos, los toros desarrollan músculos poco grasos. Son titanes de fuerza nacidos para el combate. Y es precisamente el esfuerzo del combate el que da lugar a eso que llaman carnes fatigadas. Falta de oxígeno, exceso de anhídrido carbónico, presencia de ácido láctico… que dicen los que han estudiado; no me hagan mucho caso. Lo cierto es que la carne del tótem, como la carne de caza, pide mimo en su maduración. Carnes rojas; oscuras como la muerte, sápidas como el miedo.

Frascuelo o Lagartijo. Joselito o Belmonte. Guiso o plancha. Esa es la cuestión. De entre las carnes del toro, dadas las circunstancias de su vida y de su muerte, siempre se han preferido las más gelatinosas: el rabo, por supuesto, pero también el morcillo, el jarrete, la carrillera o la aguja..., lo que viene a ser a la cocina el toreo al natural, o sea, la olla. Otras como los solomillos, los lomos, la babilla o la contra… se destinan a la plancha, o, si lo prefieren, a la mano derecha.

"La forma tradicional de consumir la carne del toro de lidia ha sido, desde tiempos remotos, la caldereta"

Luego va quedando la casquería: los callos, los morros, la lengua, y, por supuesto, las criadillas. De un atracón de criadillas de toro, tomadas a mayor gloria de Germana de Foix, dicen que murió Fernando el Católico a su paso por Madrigalejo. Si non é vero, é ben trovato… Una vez más, de vuelta al toro como encarnación de la vida, la muerte y el vigor genésico. Anécdota que me trae otra a la cabeza; se la leí a Néstor Luján, atribuida, según el sabio gastrónomo catalán, a la maledicencia. Al decir de los tales maledicentes el General Miguel Primo de Rivera, entonces Capitán General de Cataluña, solía comerse, a la finalización de cada corrida, en su mismo palco de cualesquiera de las plazas barcelonesas, las criadillas de los toros lidiados. Supongo que planchadas…, aunque toda esta casquería, tras largas cocciones, y bien condimentada, resulta ser un bocado tan sabroso como tierno.

Porque lo cierto y verdad es que la forma tradicional de consumir la carne del toro de lidia ha sido, desde tiempos remotos, la caldereta. De hecho, se cuenta que uno de los primeros toreros de los que se tiene noticia fue un tal ‘Filigranas’, que allá por el siglo XVIII alcanzó tanta fama preparando las carnes de los toros que él mimo toreaba que pasó a ser anunciado como ‘El Calderetero’. Calderetas, calderos, ollas y peroles…, guisos tradicionales de esos que piden mano lenta y temple, mucho temple.

Esta historia viene de antiguo. Las carnes de toro ya aparecían, allá por el siglo I, en ‘De Re Coquinaria’, el recetario de Marco Gavio Apicio, el gastrónomo por excelencia. Y es que el recetario de la carne de toro no se agota en el rabo de toro. El mismo rabo se prepara hoy de mil y una maneras: arroz cordobés de rabo de toro, raviolis, lasañas y canelones rellenos de rabo de toro, croquetas de rabo de toro, flamenquines de rabo de toro, hamburguesas de rabo de toro, pimientos rellenos de rabo de toro, tortillas de rabo de toro, sopas de rabo de toro… Sopas, por cierto, parientes de los famosos sancochos venezolanos y de las sopas de rabo de buey enlatadas por Campbell (que haría icónicas Andy Warhol) y de las sopas oxtail del más clásico recetario internacional… Mil y una maneras de comulgar toro bravo. Para algunos, carnes de segunda, para todos, platos de primera.

* Abogado