Decía Kant que la filosofía, justo por no ser inmediatamente útil para nada, era el más necesario y libre de los saberes. Diríamos que, gracias a estar “liberado” de lo urgente y cotidiano, el filósofo puede dedicarse a lo más práctico de todo: a averiguar para qué debe servir lo que sirve o, como decía Machado, a buscar la “utilidad de las utilidades”.

Así, no es que la filosofía “no sirva para nada” sino, más bien, que “no sirve a nada ni a nadie”. Y justo por no servir a nada ni a nadie, puede servir para todo (para lo más fundamental de y del todo) y consagrarse a la búsqueda de la verdad, caiga quien caiga (o caiga lo que caiga). ¿Habrá algo más útil que esto?

Veamos un ejemplo de cómo la filosofía sirve en efecto para todo en el ámbito, siempre polémico, de la educación. En general, cualquier asunto o disputa mínimamente interesante sobre educación ha de echar mano de la filosofía. Piensen en qué, por qué y para qué debemos educar a niños y adolescentes. Toda respuesta que demos a estas preguntas habrá de deducirse de alguna concepción (consciente o inconsciente, crítica o acrítica) de lo que son y deben ser las personas, la sociedad, el conocimiento o el mundo; esto es: de una determinada perspectiva o modelo filosófico de la realidad. De hecho, las teorías pedagógicas o las políticas educativas se diferencian por la “filosofía de la educación” que sustenta a cada una de ellas. Y reparen que digo “filosofía” y no “ciencia” de la educación. La razón es que no hay ciencia positiva alguna que se ocupe del “deber ser” ni, por tanto, del cómo, en qué y para qué “debemos” educar a nadie.

Pensemos ahora en lo que debemos enseñar al alumnado. En cuánto de ciencia, religión, valores, arte o hábitos físicos se le debe transmitir. O en si hay que enseñárselo todo junto, en “ámbitos”, o en compartimentos estancos como hasta ahora. Para aclarar estas cuestiones debemos igualmente echar mano a la filosofía y preguntarnos qué es un saber, en qué se diferencian y qué tienen en común las distintas disciplinas, o cuál es la verdad y el valor de sus respectivas y presuntas verdades y utilidades. Así, por ejemplo, si no queremos impartir materias aisladamente (lógico, dado que en ningún sentido esencial están aisladas), será imprescindible aplicar una perspectiva sistémica, articulada, reflexiva y crítica del saber en general y de cada una de sus partes, esto es: un saber del saber mismo. O lo que es igual: una filosofía del conocimiento.

La filosofía es necesaria para que esclarezcamos en qué, cómo y para qué debemos educar y educarnos

Vayamos al cómo enseñar. Seguro que todos coincidimos en que una enseñanza verdaderamente eficaz es aquella que hace que el alumnado comprenda a fondo, valore y asimile determinados saberes (y que, motivado por ello, adopte determinas actitudes y se ejercite en ciertas destrezas). Ahora bien, ¿qué es comprender a fondo algo sino entender sus causas y principios últimos? Esto es: saber no meramente lo “qué” ocurre, sino también “por qué” y “en orden a qué” ocurre. Si a un niño o adolescente no se le alimenta el deseo natural de saber las razones profundas de las cosas, para tener, así, una visión coherente y con sentido de lo real (por discutible y perfectible que esta sea), este deseo se le desinfla, y ante ese alumno desmotivado solo caben ya las amenazas, los exámenes, las broncas, el esfuerzo mecánico: todo lo que, en suma, nada tiene que ver con educar a nadie.

Afrontemos, al fin, la que es, acaso, la pregunta filosófica más importante con respecto a la educación: ¿para qué educarnos o educar a nadie? Es obvio, en primera instancia, que la educación es imprescindible para sobrevivir, pero para eso vale casi cualquier educación (y no hacen falta escuelas ni maestros). Educarnos debe servir, como diría Aristóteles, no solo para vivir, sino para vivir bien. Y aquí nos topamos con el problema de los problemas filosóficos: qué es el bien. O, en un sentido más social: qué es lo justo. En una y otra cosa (en el saber y la práctica de lo bueno y justo) solo cabe avanzar pensando y dialogando como hacen la ética y la filosofía. No hay otro camino. Y sin andar en esa búsqueda activa y crítica es imposible ser buena persona o ciudadano libre y responsable.

Dicho lo dicho, espero haber mostrado que la filosofía, aunque particular y superficialmente inútil, sirve general y fundamentalmente para todo lo que es importante (empezando por la reflexión en torno a lo importante mismo). Y que, en el ámbito de la educación, es necesaria para que esclarezcamos en qué, cómo y para qué debemos educar y educarnos. Ahora, señores gobernantes, dejen ustedes al común de los ciudadanos (los que no puedan o quieran acceder al Bachillerato) sin ética ni filosofía y, por muy modernas, europeas, competenciales y molonas que sean sus nuevas leyes educativas, no servirán para nada. Para nada justo o bueno, claro. 

*Profesor de filosofía