Opinión | Jueves sociales

Lentejuelas y obligaciones

Una de las cosas buenas, pero buenas de verdad, que tiene ir cumpliendo años es la certeza absoluta de que no se acaba el mundo si decides quedarte la noche del treinta y uno de diciembre en casa. 

Que me perdonen los de los cincuenta son los nuevos veinte, y los de antes muerta que sencilla. Tampoco voy a hacer una apología de la mesa camilla y el brasero, o de la bata, como ya he escrito otros años. Lo bueno es saber que puedes elegir, aunque lo hayas podido hacer siempre, pero quién es el valiente que se atreve a afirmar con dieciocho años que no le apetece salir en Nochevieja. 

"Nunca me gustó salir en Nochevieja. Estos tiempos en que la felicidad se ha convertido en una obligación"

Eso es lo que me ha molestado desde que tenía esa edad, allá por el Pleistoceno: la obligatoriedad de ser feliz a toda costa, y sobre todo, de demostrarlo. Ya entonces me causaba pereza abandonar la casa calentita y llena de gente para meterme en otro lugar mucho más lleno de gente, pero también de ruido y humo. Había que aguantar hasta los churros, eso sí, y comérselos aunque aún tuvieras las uvas bailando en el estómago. 

Y beber, y fumar y divertirse. Y a mí, que me encantaba salir cualquier otro día del año, las horas se me hacían eternas, y eso que ni me embutía en un vestido de fiesta ni me congelaba en un top de tirantes ni me subía a unos tacones de vértigo. 

Ahora que he aprendido a mirar hacia atrás con indulgencia, rescato de la memoria noches memorables de amigos, amores, risas y locuras que se alargaban hasta más allá de la madrugada. A partir de cierta hora, el sueño deja de ser un lastre, sobre todo si estás en buena compañía. He caminado de vuelta a casa por las calles recién regadas, y he mantenido conversaciones profundas que se volvían ligeras al día siguiente, cuando eran recordadas, si es que así se puede llamar a la difusa bruma que las envolvía. 

Pero nunca me gustó salir en Nochevieja. Estos tiempos extraños en que la felicidad se ha convertido en una obligación continua, y demostrarlo en las redes sociales, un reto diario, me devuelven el agobio de lo impuesto por las convenciones. Los duelos tienen que pasarse y cada uno lo pasa a su manera, la tristeza también es un estado del ánimo, como la alegría, y ninguno de los dos debe ser crónico, para no caer o en una depresión o en una euforia sin motivo, y no siempre hay que mostrar la mejor cara de uno mismo si no se tienen ganas de ello. 

Puede que de vez en cuando convenga dejarnos en barbecho, como el campo, para reposar, preparar la capa desde la que creceremos, y florecer cuando nos toque, no cuando sea casi una imposición hacerlo.

Mientras tanto, quédense refugiados en su mesa camilla o salgan dispuestos a comerse el mundo envuelto en papel brillante, disfruten de esta noche o no, sin obligación alguna. Al día siguiente comienza otro año, con sus promesas y sus amenazas, y bastante es estar en pie para recibirlo, disfrutarlo y llenar de fiesta o tranquilidad todos sus días. Feliz año.