Hay mitos que dicen que en el principio fue el decir, y que el dios creador originó u ordenó el mundo nombrando cada una de sus partes o cosas: el día, la noche, los animales, el ser humano… Curiosamente, en los Evangelios – que fueron escritos en griego – para referirse a este decir creador se utiliza la palabra «logos» que, en castellano, y entre otras, significa cosas como discurso, razón o argumento. Así, en lugar de «al principio fue el verbo», el conocido comienzo del Evangelio de San Juan bien podría haberse traducido como «al principio fue… el argumento».   

Al principio y al final, pues ya saben aquello de que «por la boca muere el pez». Nada nos da más información sobre la calidad de una persona que su capacidad para – sea en el lenguaje que sea – expresarse y razonar. Quien sabe argumentar sabe pensar y, por ello, participar en un diálogo («dialogo», otra insigne palabra griega, significa justamente esto: comunicarse con los demás – o con uno mismo – mediante argumentos). No hay alternativa: considérenlo y verán que no hay nada que considerar sin el lenguaje, esto es: sin el verbum o el viejo y filosófico logos griego.

Dado que los argumentos están al principio (como causa de lo que hacemos) y al final (como justificación de lo ya hecho), es importante que aquellos que nos guían y explican seanbuenos argumentos. ¿Pero qué es un buen argumento? Hay dos formas (no excluyentes) de responder a esta pregunta. La primera es que un buen argumento es aquel que se atiene a lo racional, verdadero y justo; la segunda, que es el que mejor sirve a nuestros intereses particulares. ¿Cuál de las dos les parece a ustedes más certera (o más útil)?

No es fácil responder a esta pregunta, pero, aunque acostumbremos a creer que las razones que suponemos que nos conviene creer son también (¡qué casualidad!) las más objetivamente ciertas, en los momentos más lúcidos podemos llegar a reparar en lo contrario: que las razones objetivamente más ciertas son también, y justo por ello (¡qué causalidad!), las que realmente nos convienen.

Ahora bien, las razones ciertas y justas no caen de los árboles, ni están a nuestra disposición en el banco, sino que hay que buscarlas o construirlas, habitualmente a través del diálogo con los otros (si nuestra memoria no fuera tan lisonjera, reconoceríamos que ninguna de las ideas que tenemos es estrictamente nuestra). Y ese diálogo argumentativo no es un juego fácil: exige ciertas condiciones morales; condiciones relacionadas con lo que los filósofos llaman “virtudes argumentativas”. Veamos algunas.  

La principal virtud argumentativa es la capacidad para reconocer con honestidad el valor y pertinencia de un argumento ajeno, aunque contravenga nuestros intereses o puntos de vista personales. Esta virtud no es sencilla de ejercitar. Suelo decir a mis alumnos que en un diálogo el que pierde es el que gana, porque es el que aprende. Pero aplicarse el cuento es otra cosa, y a veces nos cuesta Dios y ayuda reconocer que no llevamos la razón. Tal vez porque, como dijo alguien, de la expresión «yo opino» lo que más nos gusta siempre es el «yo».

Otra importante virtud argumentativa es la de la tolerancia, que al contrario de lo que se cree no tiene nada que ver con el respeto. La tolerancia es un concepto político relacionado con la convivencia y que refiere el saludable y democrático habito de permitir que se manifiesten opiniones y argumentos diferentes a los nuestros, aunque no los consideremos respetables, y siempre que no conculquen ese mínimo común denominador de la moralidad que son las leyes.

Una tercera virtud trascendental es la empatía, a la que podemos relacionar con lo que los filósofos llaman el “principio de caridad”. La empatía no consiste en respetar la opinión de tu interlocutor (ni siquiera si es víctima de algo, pues nada tiene que ver ser víctima de X con tener mejores argumentos sobre X), sino en ser capaz de comprender las cosas desde su perspectiva argumental, otorgándole por principio la mejor intención racional y moral posible. Por supuesto, para empatizar con alguien tienes que escuchar o leer con atención lo que dice, algo que le resulta dificilísimo a toda esa gente (yo me la encuentro por doquier y en el espejo a veces) cuya absoluta prioridad es expulsar el magma de opiniones y emociones que le hierve por dentro, algo para lo que le sirve de pretextocasi cualquier cosa que se le diga. 

Leer antes de opinar, interpretar con generosidad los argumentos del otro, mostrar tolerancia y reconocer con honestidad nuestros errores son, pues, algunas de las virtudes cardinales del buen argumentador, y algo a lo que se le debería dar la máxima prioridad educativa.Aprender la mayoría de las cosas que nos enseñan es contingente. Aprender adialogar argumentativamente es imprescindible. ¿O no? Para saberlo no tendrán más remedio que argumentarlo.

*Profesor de filosofía