La democratización del conocimiento se ha producido en paralelo a los avances en la escolarización, a la construcción de regímenes de derecho y a la cimentación y consolidación de pilares que sostienen y garantizan las libertades de conciencia, pensamiento y expresión. 

Si en épocas pretéritas el saber estaba en posesión de unos pocos privilegiados, en nuestros días cualquiera puede tener acceso a infinitas fuentes por las que brotan la cultura, el arte o la ciencia. 

Como ocurre con todas esas materias, a las que hoy cualquiera puede acceder gracias a la educación universal y gratuita o a través del maná de internet, sucede con la literatura, que es fuente de conocimiento y entretenimiento. 

Hace no demasiado tiempo, los libros no eran un objeto asequible para las clases populares. Eran un artículo de lujo. Y para que un libro llegase a una casa, habían de combinarse no pocos factores. Además de la conciencia paterna y/o materna sobre la importancia de la lectura, había que disponer de una mínima holgura dineraria que permitiese no sufrir carestías por la decisión de adquirir un libro. 

Sin leer se podía vivir; sin tener algún alimento que llevarse a la boca, no. Y no pocos progenitores convivían con el anhelo íntimo de que sus hijos pudieran tener acceso a aquello que a ellos se les había negado. Pero no demasiados de ellos disponían de capacidad económica para proporcionarles lo que deseaban. 

Con el tiempo, el desarrollo económico y social ensanchó los márgenes, abrió un campo de nuevas posibilidades y convirtió lo inasible en alcanzable. 

A algunos chavales del presente les parecerá un cuento, pero, hace solo unas décadas, las familias contraían deudas -que pagaban a plazos- para poder disponer de una enciclopedia en casa o para ir dotando con nuevos ejemplares su biblioteca privada. 

Visto con perspectiva, aquel esfuerzo romántico de las familias emociona. En nuestros días, sin embargo, se venden y compran muchos libros. Se leen algunos menos de los que se compran. Pero lo preocupante es que ya hay algunas generaciones que no se acercan a un libro salvo cuando en el colegio les obligan a ello. Y quien hoy no lee es porque no quiere. Porque cualquiera puede leer desde los clásicos hasta las últimas novedades del mercado sin pagar un céntimo de euro, gracias a una extensa red de bibliotecas públicas y de plataformas virtuales de lectura legal y gratuita. 

Por eso, irrita y produce cierta desazón ver que algunos, que tienen un inmenso universo de posibilidades a su alcance, eligen ser unos zoquetes ignorantes. Y por eso mismo, cada día que pasa, uno se siente más en deuda con todos esos padres y abuelos que se sacrificaban para que sus descendientes pudiesen disfrutar y aprender zambulléndose en las páginas de un libro.