Hay personas que sienten apego por los objetos y gente que simplemente los posee, usa y desecha cuando dejan de serles útiles. Unos y otros afrontan de manera diferente el extravío o la desaparición de alguno de ellos. Quienes dotan a los objetos de un carácter meramente utilitarista reaccionan de manera fría y sustituyen el objeto por otro de similares características si así lo requieren las circunstancias. Sin embargo, para aquellos que confieren un valor sentimental a los objetos, la pérdida de alguno de ellos puede suponer algo más que un disgusto. A veces, ese malestar o sufrimiento por la pérdida puede deberse a que el objeto era un regalo de un ser amado, a que recordaba a una persona querida, a que retrotraía a un determinado momento vital, a que pulsaba mecanismos de la memoria que de otro modo no se activaban o a que ayudaba a rememorar los esfuerzos y sacrificios que se requirieron para su adquisición. Quienes se han criado bajo los preceptos de una “cultura” desechable, del usar y tirar, no entenderán esto. Y algo parecido les ocurrirá a las generaciones que han visto satisfechos todos sus caprichos. Probablemente, para esos que tienen asimilado que nada vale nada, todo es sustituible. Y, según la visión de los otros, el objeto tiene exactamente el valor que marca su precio. La óptica de aquellos que valoran los objetos por lo que inspiran, simbolizan, representan o significan es diametralmente opuesta a la de ‘derrochones’ y economicistas. Entre otras cosas, porque las personas que se encariñan con ciertos elementos materiales estarían dispuestas a pagar mucho dinero por objetos carentes de valor para nadie que no fueran ellas mismos, porque no valoran los objetos por lo que costaron o por el dinero que conseguirían si los vendieran, sino por un valor íntimo y personalísimo. Los malcriados, los consentidos, los que están de vuelta de todo, los desencantados, algunos de los que se autodenominan pragmáticos y quienes se resisten a depositar sentimientos en cualquier elemento material no sufren ante la pérdida, el extravío o la desaparición de un objeto. A los demás, se nos abren huecos en el almario si no encontramos esos relojes que nos regalaron la mamá o el abuelo, o si no aparece el tebeo que nos compró papá en la tierna infancia o en la agitada adolescencia. Para quienes no sienten nada así, esto puede parecer una ñoñería. Y están en su derecho de pensar lo que quieran. Pero los demás también lo estamos en el de plantearnos si esos que minusvaloran lo que fue entregado con el amor que se desprende de las manos de un ser querido no están desprovistos de esa sensibilidad que nos permite conmovernos y que, también, nos hace vulnerables, de esa capacidad para emocionarnos que nos convierte en humanos, de ese algo etéreo, único, irrepetible, exclusivo, cuasi milagroso que nos diferencia del más perfecto de los autómatas. 

* Diplomado en Magisterio