Estos días hemos conocido dos casos de violencia machista importantes. Uno por su sentencia, otro por su compensación, pero los dos por cómo los agresores siempre pueden encontrar huecos en la justicia para justificarse. El primero, el caso de Paula Bonet. Su acosador irá a un centro de internamiento porque la jueza ha aplicado un eximente de trastorno mental. Hay que decir que ese trastorno fue acreditado por dos psicólogas de parte. Es decir, el informe fue presentado por la defensa del acosador. En cambio, la forense del juzgado, independiente, restó credibilidad y dijo que el acusado tenía sus «facultades conservadas». La propia abogada de Bonet, Carla Vall, recordaba en una entrevista cómo él reunía el perfil propio de un incel y cómo más mujeres lo han reconocido como su acosador también.

El segundo caso, los policías de Estepona a quienes se les ha rebajado la pena de violación a abuso de una joven, tras un acuerdo con la víctima. No irán a la cárcel. A cambio deberán hacer un curso de «reeducación sexual» cuando no están ni educados y podrán ejercer cuando acaben los dos años. Ojo al voto particular del juez, que advierte de su «acusada peligrosidad criminal» y de que no hay nada que garantice su no reincidencia, siendo agentes policiales. Es decir, a los que se supone que cualquier víctima les podría pedir ayuda en el futuro. 

Estamos en un Estado de derecho y la defensa de los acusados es innegable. Pero todo esto lleva a la reflexión de cómo la falta de conciencia sobre la violencia hacia las mujeres deja huecos de los que los agresores se aprovechan. Huecos que cuestan muy caros. Desde los padres que acusan a madres protectoras de locas, a las excusas de enfermos mentales a quienes están sanos, pasando por un sistema que permite un acuerdo porque la víctima tiene miedo a afrontar un juicio, a ser revictimizada en sala, en los medios y en la calle, sin buscar alternativas. Cuesta aceptar que, por unos huecos en el sistema, los agresores tengan siempre excusas o incluso impunidad.  

*Periodista