El Periódico Extremadura

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José María de Loma

La mancha

De repente, una mancha. Un espejo traidor en una cafetería me da el aviso. Y ahí está. En el centro de la camisa, de una redondez casi perfecta. Ligeramente oscura. Perceptible desde una buena distancia. Desazón.                                

Pienso en cuánto hace que he salido de casa. En el conocido con el que me he parado a hablar, en el vecino con el que he coincidido en el ascensor, en el camarero al que le he dado los buenos días. Pienso en los viandantes con los que me he cruzado. Cuántos llevarán en su memoria o retina la mancha. Es tarde para ir a cambiarme. Me da pudor pedir un quitamanchas. Desatiendo los mensajes de whatsapp, desatiendo la tostada y bebo el café con sumo cuidado. Bueno, «sumo» viene a significar supremo: rebajemos ese cuidado. Digamos mejor con bastante cuidado. Podría decir mucho cuidado, pero «mucho» está como más sobado. El café está ardiendo, que es como tiene que estar cuando dices dos veces que lo quieres templado. Me consuelo pensando que la mancha podría ser agua y que el agua se va. Dónde se va.                        Evito mirar al espejo porque además la faz que me devuelve es la de un hombre muy despeinado. La prueba irrefutable de la existencia de la nada es que el espejo la refleja. Romper un espejo es matar al mensajero. 

El espejo de bolsillo es la vanidad portátil. El espejo con memoria te devuelve la imagen de tu antepasado. La vida es sólo el trabajo que nos tomamos para que el espejo nos devuelva una imagen que no nos derrote. Me oculto la mancha con la mano. El gesto es tan ortopédico que una señora sentada en una mesa cercana me mira. A lo mejor piensa que me duele el pecho. O que me creo Napoleón o que me he escapado de un cuadro de El Greco. Quito la mano. Pero ahora no sé qué hacer con ella. Con la mano, no con la señora. Pago y me voy. Hombre, claro, no voy a pagar y quedarme. Seguro que el camarero, el encargado y los clientes han comentado algo sobre mi mancha, no veas qué mancha, vaya mancha lleva el tío. «Yo creo que le dolía el pecho», habrá terciado la señora, y encima, despeinado.  

Podría comprarme rápido una corbata en cualquier sitio y así tapar la mancha. No lo hago. Llego a la oficina. Pero no puedo concentrarme. El primer compañero con el que me topo pierde su mirada. En un lugar de la mancha. No quiero ni acordarme. H

*Periodista

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