Veía a Guillermo cada dos años. Nos conocimos en Madrid, en la presentación de una novela. Esa tarde los dos aparecimos de la nada y empezamos a tratarnos con una morosa, entusiasta fidelidad. Los encuentros que vinieron después se producían siempre en una librería o en la feria del libro. No sé si éramos amigos. A lo mejor no, pero a lo mejor sí: a mí me llegaba su afecto, y yo le trasladaba el mío. Pongamos que estábamos dispuestos a creer en una delicadísima amistad, sostenida en la tardanza y el ansia, y menos en la asiduidad. Quizás nuestra amistad era imposible de demostrar, pero creer solo en las evidencias, en lo que cualquiera puede ver, al cabo se hace escaso.

A la vuelta de diez años éramos una especie de costumbre de unos minutos el uno para el otro. Pero qué minutos. A él le gustaba buscarme, cuando llegaba el día, y a mí encontrarlo. Cada vez que publicaba un libro, él se manifestaba, sin más, casi como un fantasma, que si lo piensas, Guillermo, es un destino bellísimo. O a lo mejor el fantasma era yo, que aparecía y a las pocas horas desaparecía de Madrid. La puntualidad con la que nos salíamos al paso sí era pura ciencia. Me agrada la idea de que, en realidad, escribo libros para él. La sucesión de uno y el otro en el tiempo me hace ahora sospecharlo. Todo seguía siempre un plan nunca urdido: presentaba el libro, nos buscábamos con la mirada por el espacio, nos dábamos un abrazo, charlábamos, nos hacíamos una foto, nos despedíamos hasta que hubiese nueva novela por el medio. 

Guillermo tenía 36 años y era ingeniero de telecomunicaciones. El domingo por la tarde me escribió su pareja, Virginia. «Sabes que Guille te apreciaba y admiraba y respetaba profundamente. Hace un rato le hemos dado su último adiós», me anunció. «La de planes que hemos tenido que ajustar para que no se perdiese tus presentaciones», evocaba. El fallecimiento llegó, por lo visto, en mitad de eso que Joan Didion llamaba «un instante normal», cosa que lo hace todo aún más atroz. Me vi sumido en una perplejidad violentísima. Tenía muy olvidada esa conmoción: la de alguien cercano que, de pronto, ya no está.

Me acordé, al momento, de algo que le oí contar a António Lobo Antunes sobre cómo acabó escribiendo gracias a un dolor inmenso. Un día comprendió que toda su vida había escrito para el pie balanceante de un niño muerto. En su época de pediatra, trabajando con muchachos en fase terminal, no pudo evitar hacerse amigo de José Francisco, un niño de 4 años que murió de cáncer. El día de su fallecimiento, un celador lo envolvió en una sábana blanca y lo tomó en brazos. Lobo Antunes estaba allí y vio cómo el compañero se alejaba con el muchacho, al que le colgaba un pie de la sabana. El autor portugués nunca pudo prescindir de la imagen de ese pie balanceante. Creo que yo tampoco podré separarme de Guillermo. Ambos nos habíamos entregado a la fe en nuestros fantasmas, así que, en el fondo, seguiré escribiendo solo para él, pese a su ausencia, y cuando acabe el libro, Guille saldrá a su paso.  

Escritor