La columna

Las elecciones se pierden

Los estímulos del ciudadano para depositar su voto

Ánxel Vence

Ánxel Vence

Habrá quien vote a favor de un partido con la intención de que gane, por supuesto. Los que podrían decidir, sin embargo, son aquellos que votan en contra de otro -generalmente en el Gobierno-, motivados por el enojo y el consiguiente deseo de que se vaya a freír puñetas.

El propio Feijóo, que gasta fama de moderado, aunque tal vez sea lector de Maquiavelo, ha captado la idea. Más que ofrecer un programa de gobierno, asunto poco estimulante, lo que propone a sus hipotéticos electores es la derogación del sanchismo. El voto a favor del líder de la oposición sería en realidad un voto en contra del presidente todavía al mando. Y la experiencia sugiere que ese método funciona.

Muy escasos son los ejemplos de gobernantes que, tras un razonable desempeño de sus funciones en el cargo, hayan perdido las elecciones. A lo sumo podría citarse el de Churchill, que perdió el favor de sus votantes justo después de ganarle la guerra a Hitler; pero ya se sabe que los británicos son un poco raritos.

Salvadas esas contadas excepciones, la norma general consiste en que las elecciones las pierde el gobierno, más que ganarlas la oposición. Los electores más motivados suelen ser aquellos a quienes el presidente les cae mal: ya sea por su modo de gobernar, ya por sus actitudes, ya por las polémicas que genere. Antes que elegir a un ganador, la gracia del asunto reside en que pierda el que está al mando.

Lo que de verdad estimula a los ciudadanos con derecho a papeleta es la posibilidad de usarla contra aquel gobierno que, por la razón que fuere, les ha enfadado con sus decisiones. Los así irritados cuentan los días que faltan para la fecha de la votación, como si les fuese la vida en ello. Es un voto de desahogo, por así decirlo.

Adolfo Suárez pidió en cierta ocasión a sus numerosos admiradores que le quisieran menos y le votaran más

Víctimas de esa cólera del español sentado fueron -aun sin perder las elecciones- Mariano Rajoy y hasta Adolfo Suárez, quien pidió en cierta ocasión a sus numerosos admiradores que le quisieran menos y le votaran más. Años después, algunos de los que lo ponían a caer de un burro le dieron su nombre a un aeropuerto. Ahí se conoce que en España se entierra muy bien a la gente, como ya hizo notar en su día Alfredo Pérez Rubalcaba tras renunciar al cargo de jefe de la socialdemocracia entre los elogios de sus antes detractores.

Nada de sorprendente hay en esa tendencia algo sádica de votar para que otro pierda, en lugar de hacerlo para que gane el candidato de su preferencia. Las elecciones son, en realidad, una especie de examen de reválida al que el Gobierno es sometido cada cuatro años o menos por la ciudadanía votante.

En los viejos tiempos del bipartidismo, la prueba se resolvía con el sobresaliente de una mayoría absoluta o con el suspenso sin paliativos. Desde la irrupción de la Nueva Política, la nota no suele pasar del aprobado, que por lo general resulta insuficiente para gobernar.

Sugieren las encuestas que lo mismo ocurrirá tras estas elecciones veraniegas, aunque da igual. A los votantes a la contra les bastará si obtienen el deseado suspenso de su adversario. Lo de ganar da mucho menos gusto.

*Periodista

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