Desde el umbral

Sensibilidad herida

Antonio Galván González

Antonio Galván González

Sé que el papel fundamental de los medios de comunicación es informar. Y tengo plena conciencia de que, en ocasiones, hay que mostrar la realidad en toda su crudeza para que el lector, el espectador o el oyente sean conocedores de lo que implica lo que está sucediendo. Pero, al mismo tiempo, he de reconocer que esa explicación o exposición más o menos detallada de ciertos hechos o acontecimientos genera unas huellas en la mente y el alma de quien las lee, contempla o escucha difícilmente borrables o suprimibles. No abogo, al decir esto, por que haya que ocultar esas realidades particularmente duras o truculentas. Pero, personalmente, sí agradecería que, en determinados casos, pudiéramos encontrarnos con una advertencia previa ineludible, de modo que, antes de vernos salpicados, pudiéramos sopesar y decidir si preferimos saber o si deseamos mantenernos ignorantes de ciertas parcelas de la realidad, con objeto de evitar heridas incurables en nuestro fuero interno. Porque el ser humano es tan cruel, en ocasiones, que el conocimiento de los detalles de las manifestaciones de su perfil más salvaje y bárbaro provocan verdadera zozobra emocional. En ese aspecto, no cabe tampoco pecar de cándidos, en el sentido de obviar que gran parte de la población, a base de recibir un bombardeo de según qué imágenes, sonidos y titulares, se ha ido insensibilizando, de tal manera que, ante ciertas noticias, muchos ya ni se remueven en sus asientos. Este asunto tampoco es algo que debiéramos percibir como algo normal. Porque se empieza no sintiendo nada ante lo que se ve o escucha y se puede acabar deshumanizando a los demás, con todo lo negativo que ello conllevaría en el ámbito de las relaciones personales y sociales. En las últimas semanas, me han zarandeado el alma dos noticias, y las dos estaban relacionadas con bebés y niños de muy corta edad. No entraré en detalles sobre lo que describían los titulares para no extender ese malestar que me produjo leerlos. No llegué a profundizar en los textos, ni siquiera vi fotos al respecto, ni escuché o contemplé a nadie ofreciendo un testimonio sobre lo sucedido. No hizo falta. Los titulares bastaron para ilustrar la iniquidad y el horror más absolutos. Preferiría no haberlos leído, pero me tropecé con ellos. Me hicieron reflexionar sobre la bestialidad, la maldad e irracionalidad de nuestra especie. Pero me dejaron una huella profunda e irreparable en eso que llaman sensibilidad. Y no es que uno piense que vivimos en un mundo asimilable al de los filmes de Walt Disney. Pero, entre el dulzor de la ficción animada y la acritud de determinadas realidades, debería existir un territorio extenso que nos permitiera vivir en paz, con cierta armonía y razonablemente tranquilos. Desgraciadamente, ese espacio para la esperanza cada vez es más estrecho. Y el mal no se frena ya ante ninguna frontera. 

* Diplomado en Magisterio

Suscríbete para seguir leyendo