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No solo es porno

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No solo es porno / EL PERIÓDICO

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Casi un mes después de los sucesos de Almendralejo, en el que se han visto involucrado una veintena de menores por usar Internet para manipular y difundir un falso desnudo de otra adolescente, el problema social de trasfondo sigue en pleno debate. Se trata de abordar el impacto del acceso a menores de edad de contenidos pornográficos sin impedimentos, ni formación e información para filtrarlos, la posibilidad o conveniencia de regular este acceso y la indiscutible necesidad, por incómodo que pueda resultar, de abordar estos contenidos tanto en la escuela como en las familias. Que las imágenes y prácticas a las que se exponen personalidades aún en formación y sin los contrapesos necesarios, contribuyen a normalizar o banalizar una visión del sexo ajena a cualquier relación afectiva, con componentes violentos y con la mujer como objeto siempre complaciente y a menudo vejada resulta difícilmente discutible. Si esta normalización se queda en la fabulación íntima (o, y eso es un primer síntoma, como algo compartido sin reparo alguno) o si acaba materializándose en forma de maltrato, relaciones abusivas o agresiones sexuales puede ser, perfectamente, objeto de ese debate legítimo. Aunque pocos expertos consideran que sea casual, por ejemplo, la correlación entre ciertas prácticas habituales en el sexo online con la comisión de actos como violaciones grupales.

En este cuadro, la violencia sexual como probable derivada no es el único fenómeno preocupante. Y el acceso a la pornografía tampoco debería ser contemplado como la única causa, ni vincularla únicamente a las posibilidades de acceso que ofrecen los dispositivos móviles. La «hipersexualidad» es un concepto debatido que, a veces, se ha utilizado para estigmatizar desde un enfoque moral determinado opciones individuales, o incluso la explotación y la explosión del deseo sexual propio de la adolescencia. La OMS habla de «trastorno de comportamiento sexual compulsivo», lo que en términos coloquiales podríamos definir como adicción al sexo. Y lo define como «un patrón persistente de falta de control», que convierten la actividad sexual en el foco central de la vida hasta descuidar la salud u otros intereses, que provoca angustia o deterioro personal. Una pérdida de control de uno mismo que (como otras tantas conductas que anulan la autonomía personal, como la dependencia a sustancias o al juego o los trastornos alimentarios) pueden destruir la personalidad, hacerla vulnerable a las relaciones abusivas o tóxicas o conducir a prácticas de riesgo. Los terapeutas que tratan a los adolescentes recuerdan que todos estos elementos son consecuencias (o factores que agravan, o válvulas de escape) de un malestar más profundo alimentado por la desorientación, por la soledad, por una falta de referentes que lleva a dejarse arrastrar por la imitación, por la falta de comunicación, por la falta de modelos familiares (o por el hecho de que estos sean abiertamente negativos). Está bien que hablemos de nuestros jóvenes: pero intentando no perder de vista qué ansiedades, inseguridades y vértigos se ocultan bajo los síntomas que nos sirven de alarma.

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