Opinión | π=3ª14

Peligro de muerte

Este artículo tendría que estar dedicado a lo que le costó al Don Benito ganar en Don Álvaro, pero que, sin embargo, a punto estuvo de sentenciar el campeonato porque el Coria también sufrió para doblegar al Castuera y, para mantenerse con vida en la pugna por el ascenso directo, tuvo que acudir al rescate la cabeza del que siempre aparece cuando más se le necesita, Fernando Pino. Tendría que tener más espacio aquí la certificación virtual de que el Azuaga jugará el ‘playoff’ de ascenso y de que es el mejor del resto. Tendría que estar escribiendo mucho más sobre que la remontada del Diocesano tiene visos de ser imparable y que veremos si alguno le aguanta el ritmo. Tendría que escudriñar las posibilidades matemáticas de arrastres desde Segunda Federación y calcular hasta cuánto hay que ascender en la tabla clasificatoria para estar tranquilos. O tendría que estar dando ánimos a la fantástica familia del Fuente de Cantos, al que parece que se le acaban las fuerzas para seguir remando por una salvación que ya es una quimera. Pero esta semana todo lo deportivo queda en un segundo plano por la gravedad de lo que ocurrió en Trujillo y que me produce cierto desapego con la competición en sí misma.

No es que vaya yo a aportar aquí nada nuevo que dé luz a todo lo sucedido o denunciado entre Trujillo y Moralo, ni mucho menos a juzgarlo. Tanto en el Julián García de Guadiana como en Navalmoral he tenido que cubrir partidos y en ambos lugares siempre me han facilitado el trabajo. Mucho más que eso, me han hecho sentir como en casa, sin tener en cuenta que, alguna vez, haya tenido que contar algo en contra de sus intereses. Y esto es lo mejor que le puede pasar a un extraño que llega a un lugar para cumplir con su cometido: que le traten bien, que le faciliten y respeten su trabajo. Es por eso que a mí también me duelen un poco las heridas en las que he tenido que hurgar, y que son muchas en los dos lugares, cuando me ha tocado escribir sobre este grave asunto. El desencadenante de este caso, de racismo o no, ya lo juzgará quién lo tenga que hacer, aunque el juicio público, en estos casos tan de actualidad, es tan inmediato como indocumentado.

Pero hablando con unos y con otros, me ha asaltado una preocupación, mucho más allá de este bochorno o de cualquier otro, y que atañe a todo el fútbol modesto. Lo cantaba el mítico Boni de Barricada: «cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende a defenderlo». El que siente el fútbol más cercano, lo siente como algo propio. Esto es maravilloso, pero peligroso si los sentimientos son llevados a la exaltación exagerada. Y los clubs modestos se encuentran aquí en una encrucijada de difícil solución. Quieren un público entregado y animoso con los suyos, pero no poseen los medios para cumplir con la obligación que tienen de proteger a todo el que acude a su estadio, sea el que sea su cometido. Si no somos capaces de erradicar estos episodios, en algún momento las autoridades exigirán que se pongan esos medios. Y los que legislan no suelen atender a las problemáticas específicas para poder cumplir el mandato, por lo que exigirán los que ya funcionan en la alta competición: cámaras, seguridad privada, infraestructuras, restricciones de acceso o de aforo… Yo no lo sé, pero lo que sé es que los dirigentes del fútbol modesto no contarán con el dinero ni, seguramente, con los ánimos, para acometerlos. Y esto, en mi tremendista opinión, pone al fútbol modesto en peligro de muerte.

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