Opinión | El trasluz
Alejarse de
Al despertar, aunque antes de abrir los ojos, te preguntas a veces dónde amanecerás. ¿En el dormitorio de la infancia? ¿En el de la adolescencia? ¿En el de la juventud? ¿En el de la madurez? ¿En una de las habitaciones de los cientos de hoteles en los que pasaste una noche o dos, o una semana? ¿En la cama del hospital donde te operaron del estómago hace años? ¿Amanecerás en la sala del tanatorio en una de cuyas butacas te quedaste dormido mientras velabas a tu difunto padre? ¿En la pecera que separa al muerto de los deudos? ¿En la playa en la que dormías la siesta con la cabeza apoyada en el muslo de tu madre? ¿O amanecerás en el “aquí y ahora”? Pero ¿en qué “aquí y ahora”? ¿Cuántos “aquís y ahoras” pueden tener lugar a lo largo de una existencia? ¿Acaso el orden cronológico no es una de tantas convenciones creadas para hacernos creer que las cosas suceden unas después de otras y que las primeras son las causas de las segundas? ¿Podría ser que el “aquí y ahora” del jueves hubiera sucedido en la realidad antes que el “aquí y ahora del martes? Las cosas que han pasado, ¿dejan en realidad de suceder o solo nos lo parece? En cuanto a las que están por suceder, ¿no han ocurrido ya en cierto modo en alguna de las dimensiones de nuestra existencia?
Lo cierto es que me perdí en una ciudad extraña a la que no recuerdo por qué había viajado. Abandoné el avión algo sonámbulo, tomé un taxi, me dirigí al hotel, deshice la maleta, me lavé la cara y salí a caminar para despejarme. Cuando me disponía a volver, no fui capaz de recordar la dirección ni el nombre del lugar en el que me había hospedado. Erré como un merodeador por calles que a veces me resultaban engañosamente familiares, vi portales oscuros, ventanas encendidas y personas que parecían huir dentro de sus abrigos negros. Solo la posibilidad angustiosa de pasar la noche a la intemperie disparó los recursos precisos para hallar el camino de vuelta: la eficacia del pánico.
A veces, estando en mi propia casa, no ya en el hotel de un país desconocido, me extravío dentro de mis experiencias mentales. Me alejo, en fin, de la convención de mí mismo y me cuesta Dios y ayuda volver a lo que los otros (aunque también yo mismo) esperan de mí.
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