Opinión | Macondo en el retrovisor

El éxito de los fracasados

Las consultas de los psicólogos, y los despachos de los abogados especializados en divorcios, se han llenado todo este tiempo de gente frustrada

La mente.

La mente. / EL PERIÓDICO

Hace poco me reencontré con un amigo de la infancia que me contó, en los pocos minutos que duró nuestra charla, que se había separado de su mujer y que el motivo era que ella pensaba que le dedicaba demasiado tiempo a su trabajo, en el que le va tan bien que ha superado todas sus expectativas. Escuchándole, me di cuenta de que quizás lo más sorprendente de su historia es que se puede interpretar como un éxito o un fracaso, dependiendo del año de nacimiento del interlocutor.

Verán, para muchas generaciones lo de alcanzar lo más alto, en el terreno laboral, no sólo a nivel de prestigio y reconocimiento profesional y social, sino también de remuneración salarial, era uno de los máximos indicadores de realización en la vida. Pero ahora resulta que los más jóvenes le han dado una patada a todo eso y han abrazado con fuerza y a conciencia lo que ellos denominan ‘quiet ambition’.

La ‘ambición silenciosa’, que es la traducción en español de esta tendencia, consiste en priorizar la salud mental por encima de esa lucha constante de antaño por progresar en el trabajo y competir con todos nuestros recursos para lograrlo; aunque supusiera sacrificar parte de nuestro bienestar y nuestras relaciones personales, como le ha pasado a mi colega.

Durante décadas, aceptamos el sambenito de que ese ascenso soñado implicaba más estrés, más presión y más disponibilidad. Nos creímos, sin rechistar, eso de que una mayor responsabilidad no siempre es compatible con una vida personal plena. Y en el caso de las mujeres, aprendimos por experiencia y por las malas, que la conciliación es un cuento chino, por más que nos la envuelvan en papel de celofán y de florituras.

De manera que las consultas de los psicólogos, y los despachos de los abogados especializados en divorcios, se han llenado todo este tiempo de gente frustrada, que había tenido que elegir entre una cosa y otra: la realización laboral o la personal. O que nunca habían logrado la primera, y por tanto, todo los demás ‘fracasos’ parecían ser consecuencia de esa falta de ‘realización’, que claro, te pasa factura.

A muchos les puede parecer una tontería, pero para mí, es toda una revolución que haya gente joven que se haya liberado totalmente de ese yugo que supone que el éxito en nuestra existencia es directamente proporcional al trabajo que tenemos, y más concretamente, al puesto que ocupamos en los organigramas de nuestras empresas.

Porque seamos realistas, cada vez es menos creíble eso de que mientras más nos acercamos al número uno, o a la cima de la ‘pirámide’, más felices vamos a ser. Pero, de alguna manera, parecía que no querer subir hasta esa cima, sino simplemente apostar por un tipo de trabajo que nos permitiese una mejor calidad de vida, denotaba falta de ambición o conformismo.

No hace mucho se hizo viral una carta a la directora de El País, en el que una madre contaba que su hija, que tocaba en una orquesta, quería ser segundo violín, no primero, ni solista. Que a ella lo que le gustaba era tocar tranquila, en un segundo plano, porque eso es lo que le hacía feliz. Y reflexionaba sobre cómo esa actitud choca con un mundo en el que parece que todos tenemos que aspirar a ser primeros.

Y es precisamente ahí dónde radica el cambio maravilloso que defiende la ‘ambición silenciosa’. Porque para los chavales de ahora el deseo de triunfar sigue existiendo, lo que ocurre es que el ‘premio gordo’ ya no está necesariamente ligado a las posiciones más altas, ni a ‘trepar’, dentro del entorno del terreno laboral. Es más, defienden incluso que se puede encontrar fuera de ese contexto.

Me parece absolutamente refrescante y liberador que se amplíe y se abra el abanico sobre lo que supone el éxito y sentirse realizado. Que se aplauda y se admire igualmente al que decide apostar toda su existencia a lo profesional, como el que hace lo propio con lo personal.

Los jóvenes de hoy en día han aprendido que más esfuerzo, más formación o más idiomas no se traduce necesariamente en mejores puestos ni en mejores salarios. Y cansados de seguir dándose de bruces contra ese ‘mito’, han decidido ponerse el mundo por montera y cambiar la escala de valores. Habrá quien los subestime y les siga llamando ‘generaciones de cristal’, yo cada vez tengo más claro que a diario nos dan lecciones de vida. Adaptarse o morir.