Hay olores que son auténticas magdalenas (de Proust). Puede que los haya especiales a lo largo de todo el año, pero para mí, los del otoño tienen otro significado y cuando percibo su presencia, no puedo evitar recrearme un instante en ellos.

Son olores penetrantes, de esos que traspasan el tejido sensorial y llegan al alma. Que cada quien almacena en su memoria sensitiva como si de una biblioteca repleta de valiosos tomos se tratara, atesorados para poder degustar una y otra vez y, en cada una de ellas, hallar un matiz nuevo, diferente, que añadir al grato recuerdo que les hace particulares.

Olor a humo de lumbre de hogar, con familia en torno a él; generador de conversaciones y silencios cuando el frío penetraba por las rendijas de ventanas, puertas y teja vana. Olor a pino de piña seca con que prender fácilmente el fuego, que arde con rapidez y se consume lentamente, contagiando a la seroja cuya ignición enciende los troncos de olivo, encina o roble, restos de poda, mientras penetra por los ojos haciéndoles llorar y termina impregnando todo tu ser: cabello, ropa y piel.

Olor a pan tostado ensartado en un tenedor, dorado a las brasas no a la llama, con la mano envuelta en un paño de cocina, cual blando escudo.

A castañas asadas, cercenado en las ciudades, privadas de ese lento y característico ritual rural, que comienza con la recogida de la castaña a los pies de abuelos centenarios y la dificultad que entraña buscar un tesoro escondido en las entrañas de un hiriente erizo, protector preñado capaz de parir más de un fruto de brillante vestido marrón, cuyo verdadero valor permanece oculto en su desnudez. Y continúa con su rotura, una herida causada para evitar la explosión que el vapor interior produce  en contacto con las mejores brasas, apartadas del núcleo del fuego. Y, eso sí allí y aquí, ensuciarnos las manos para desprender sus dos cobijas y percibir, por fin, su potente fragancia emergente que baña nuestro ser como si de un alma abandonando su cuerpo se tratara, al descubrir su total y efímera belleza digna de manjar de dioses. Seguro se os hace la boca agua.

Son tantos aromas…: a aceitunas caseras y aliños con orégano y ajo; a membrillo crudo o en dulce; a pimiento secándose para convertirse en oro rojo; a brasero de picón; a rocío y petricor; a migas; a pitarra, a … y tantos los recuerdos fundidos con ellos.