Ese que puede cambiar el resto de tu vida para siempre, tanto para bien, como para mal.

Cualquier día es bueno para lo que sea, bueno o malo, depende de la determinación de la persona en cuestión y, en menor medida, aunque igual de importante, del motivo y las circunstancias que se den y podamos o no controlar, si es que dependen o no de nosotros mismos.

Lo más probable es que, el pasado Jueves Santo, una mujer salvara su vida arriesgándose a perderla. Circulaba en el asiento trasero del coche de su agresor, con cristales tintados, cuando, al ver el vehículo de una patrulla de la Policía Local placentina, se puso a hacer gestos para llamar su atención, pidiendo auxilio, aun a riesgo de empeorar la situación. Qué podía perder si él ya le había amenazado de muerte. Por fortuna, los agentes la vieron y pudieron detener al hombre y ponerlo a disposición judicial para su ingreso en prisión, por quebrantar una orden de alejamiento, detenerla ilegalmente y agredirla físicamente (según él mismo reconoció y mostraban las heridas de la cara de la víctima y las manchas de sangre en su ropa).

Justo en ese momento en el que te debates entre la vida y la muerte es cuando el instinto de supervivencia se pone en acción. El problema es que, además, somos pura química y ante situaciones de riesgo, nuestra amígdala cerebral se activa a la vez que segregamos dopamina (neurotransmisor también asociado a sensaciones de placer). Si ambas se equilibran, es más fácil que logremos alejarnos del peligro, si no, necesitamos dosis extra para llevarlo a cabo, arriesgando a la vez nuestra seguridad, a cambio de sentirnos bien. Y si a esto le sumamos un exceso de confianza en nuestra capacidad de controlar lo que está sucediendo y yendo más allá incluso, añadimos al cóctel ingredientes como la curiosidad y/o la diversión, el resultado puede ser una bomba de relojería capaz de estallarnos encima, con nefastas consecuencias.

Cuando en una relación, del tipo que sea, existe una mínima falta de respeto entre las personas, la primera reacción debería de ser alejarnos, sin demora, queriéndonos lo que han demostrado no querernos, para tratar de vivir una vida sana y con el menor sufrimiento posible, que  dependerá, casi absolutamente, de lo que hagamos en ese preciso instante, el momento justo en el que somos conscientes de que no estamos recibiendo buen trato y no nos están valorando como realmente merecemos. Porque es entonces, cuando aún poseemos el control, que debemos de negarle al otro la posibilidad de repetirlo.

Aprender, conocer y reconocer ese trance y obrar de facto en consecuencia, dejando atrás la teoría, puede marcar la diferencia no sólo entre sufrir o no, sino entre vivir o morir. Justo a tiempo.