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EL ESPEJO DEMI MADRE

TSté qué soy, quién soy y cómo soy gracias al espejo de mi madre. Me miraba en él cuando era adolescente y esperaba un reflejo que me infundiera seguridad y me sigo mirando en su azogue ahora, cuando la única seguridad que anhelo es la de que estoy vivo y el tiempo no me estraga con alevosía. El espejo de mi madre no es mágico, pero es sincero. Es el único espejo del que me fío. Tengo otro en casa, pero entró en mi vida ya mayor y no tiene pasado. Además, ¡qué caramba!, los únicos amigos fiables son los de la adolescencia, los que llegan después no se vinculan contigo, sino con tu epidermis: con lo que les dejas ver.

El espejo de mi madre ilumina las puertas del armario fundamental de su habitación. Cuando empezaba a dejar de ser un niño, me aventuraba en su alcoba con ánimo delincuente, como si hollara un templo prohibido, y me remiraba con ese desasosiego pudoroso que provocan la vanidad insatisfecha y el ansia de autoestima. Aquel armario olía a un perfume irrepetible y hoy, cuando acudo a visitarla, pretextando cualquier necesidad, sigo aventurándome en su habitación para que su espejo me devuelva la certeza de que existo, para que ese perfume me reconcilie con el tiempo airado. Las casas de las madres son todas así. Las vamos a ver creyéndonos generosos, pero en cada visita hay un punto de egoísmo: las besamos, conversamos y al rato, por cualquier futilidad, nos aventuramos por la alacena, ante el espejo, en el armario para recuperar aromas, reflejos, sabores y cerciorarnos de que seguimos estando vivos y siendo quienes éramos.

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