en recuerdo

Gigantes

Miguel Ángel Muñoz Rubio

Miguel Ángel Muñoz Rubio

Al ser hijo de un emigrante, pasé los primeros años de mi infancia en la Barcelona de finales de los 60 cuando mi padre, un obrero de más que ajustada economía, solo podía permitirse el lujo de comprar el periódico los domingos. Porque para él comprar el periódico (de papel, por supuesto) no solo era un lujo económico, sino más bien un lujo opíparo, como cuando te metes entre pecho y espalda un plato de centollos. En el quiosco de la señora Matilde (del barrio de La Florida) compraba mi padre La Vanguardia en tamaño tabloide, esa ‘mujer’ (La Vanguardia, digo) que me enseñó a amar (a amar el periodismo). Los azares de la vida y supongo también que la buena suerte, me llevaron muchos años después, en 1995, de nuevo a la Barcelona de mi infancia, ciudad donde durante 12 meses (para mí inolvidables) realicé un curso de formación en El Periódico de Catalunya gracias a un acuerdo que el Grupo Zeta alcanzó con el Extremadura.

Fue allí donde conocí a Antonio Franco, un gigante, no solo por lo grandullón sino por la fuerza que tenía como periodista. Al enterarme de la noticia de su muerte me ha recorrido el estómago un chirrío, como cuando en verano le hincas la faca a una sandía y arroja un torrente rojo de zumo y de pepitas sobre la mesa camilla a la hora de la siesta.

Antonio Franco sabía lo que era el periodismo, pero el de verdad, no el de manual, el que se aprende en la calle, el que convierte la calle en una redacción y no al contrario, el que hace de lo local el foco de atención del lector porque refleja en sus páginas lo que nos ocurre a usted o a mí o al vecino de la esquina. La humanidad, en definitiva.

El primer día, cuando llegó la hora del consejo de redacción, Antonio Franco se acercó a mí y me dijo: «Extremeño, sube con nosotros. Aquí serás uno más». A mis 20 y pocos años mis ojos y mis oídos devoraban cuanto allí sucedía. Era una fuente inagotable de aprendizaje: la figura del director convertida en una pieza más (ni más ni menos) del engranaje del periódico, a ras del suelo, el eje de la rueda, la fuerza del equipo lejos del oropel de los despachos.

Antonio Franco contaba anécdotas cuando venía de vuelta de Moncloa de entrevistar a Felipe, de los años de Tarradellas, de la importancia del Rey en la Transición o de su madre, de quien atesoraba miles de anécdotas tales como: «De todos los hermanos, soy el único al que le encarga que le haga arroz con conejo o que le suba cinco pisos cargándole un colchón».

Recuerdo una ocasión en la que uno de los responsables de Cultura le enumeró los temas con los que al día siguiente quería encabezar la sección. En último lugar, y con sorna, casi desprecio, dejó la gira que Rocío Jurado programaba en el Paralelo barcelonés. Entonces Antonio Franco exclamó: “¡Coño, la Jurado! Abramos con ella”. Durante quince días consecutivos la chipionera llenó las butacas del teatro.

Su marcha me ha vuelto a dar esa estocada que te hace sentir que el tiempo pasa, que un día de pronto nos hacemos viejos, nos quedamos solos porque los demás se están yendo, pero también el reconfortante convencimiento de que todavía hay esperanza en el periodismo, este oficio que profesionales como Antonio Franco hicieron gigante.