Nos encaminamos hacia la Plaza de Caldereros, un espacio no excesivamente amplio, pero lleno de encanto. No puedo evitar los recuerdos de la infancia, cuando --deseando que llegaran las vacaciones-- pasaba los primeros días de las mismas en casa de tía Adela, que vivía en la Plaza de las Piñuelas, y aquí venía a jugar o a contemplar las piedras, o escuchar los sonidos de las aves al atardecer, una delicia para los sentidos.

El lienzo de muralla que se encuentra ante nosotros es completamente nuevo, levantado en tiempos de Bustamante cuando se derribó el viejo mercado de abastos y se inventó el Foro de los Balbos. Lo que quedaba aquí de la muralla había sido derribado en 1931 para levantar el dicho mercado. Así pues, cuanto está ante nuestra frente es absolutamente contemporáneo, incluida la puerta arquitrabada que da a la Plaza de las Piñuelas.

Cierto y verdad es que aquí existió una puerta en tiempos romanos, la que unía este espacio, a través del decumanus maximus, con la llamada Puerta del Río o del Cristo, cuyo único resto del trazado sería la actual cuesta del Marqués. Los almohades, al levantar la cerca, decidieron no abrir vanos en el lado occidental y, en consecuencia, anularon este ingreso. Las otras dos aperturas de la muralla en esta orientación (Arcos de la Estrella y de Santa Ana) se abrieron ya en época cristiana y como necesidad de acceder a intramuros desde zonas más pobladas por entonces de la Villa.

A nuestra izquierda se alza el enorme caserón conocido como la Casa de los Ribera, que se llamó antiguamente la Casa del Sumidero. Levantada en el siglo XV por este linaje, recién asentado en estas tierras. El primero de los Ribera cacereños fue Alfón de Ribera, el Doncel, procedente de Andalucía y que participó activamente en las banderías. Casado en dos ocasiones, con Catalina de Ulloa, Señora de la Torre de la Higuera, y en segundas con Teresa álvarez de Valdivieso. María, la hija que tuvo en el primer matrimonio, cambió el Señorío materno por bienes raíces de sus hermanos en Sevilla, y así, el Señorío de la Torre de la Higuera pasó a éstos que no no tenían con él ninguna consanguinidad. La descendencia se extinguió en la línea de Hernando de Ovando.

La casa pasó a través de los Ovando a los Condes de la Torre de Mayoralgo, por el matrimonio de Dolores Ovando, Condesa de Canilleros, con Miguel de Mayoralgo, cuyo palacio, como sabemos, se encuentra a espaldas de éste y, de hecho, cuando fue vendida esta casa, el Palacio de Mayoralgo se encontró con un trozo más de jardín (procedente del corral de los Ribera) que se adosó de esta propiedad, así como algún escudo (que hoy se pueden ver en el rehabilitado patio del mismo) procedente de este linaje y que allí se acarrearon. En aquel siglo XIX, los Mayoralgo poseían seis palacios en Cáceres, los dos ya dichos, más el de Hernando de Ovando, hoy llamado de los Condes de Canilleros; el de Francisco de Ovando en la Calle Ancha, el de Ovando Perero en la Calle Olmos y el de Rodrigo de Ovando, llamado de los Marqueses de Oquendo y actual hotel Meliá. El régimen de mayorazgos propiciaba las concentraciones de propiedad, mientras que su abolición trajo aparejada la repartición de herencias y la disolución de algunos patrimonios conservados durante siglos. También tuvieron que ver en la ruina de algunas casas las malas cabezas y nefastas gestiones de un patrimonio que no se adaptó al cambio de los tiempos.

El edificio debió de ser espectacular en sus tiempos, una verdadera fortaleza. Reformadísimo en el siglo XIX pocas trazas quedan de lo que fue, la portada adovelada, el blasón fajado de los Rivera y poco más. En él se instaló el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús y actualmente allí se encuentra el rectorado de la Uex. Una cosa tras otra ha convertido a este caserón en un verdadero ejemplo de cómo no se debe reformar un edificio, vaciado, maltratado, ajado en sí mismo, sin personalidad ni criterio. A veces, las ruinas tienen más encanto que las rehabilitaciones. Salvo los paneles de azulejos en torno al patio, para no ser excesivamente negativo.

Atardece, juegos de luces y sombras se dibujan sobre dovelas y grandes vanos, soportados por cornisas de cantería. La cantería y la mampostería brillan en sus minúsculos fragmentos de cuarzo. Comienza la sinfonía de las aves, afloran los recuerdos de mi infancia y otros, de pasos noctámbulos por estas piedras, muchas noches, tan parecidas todas que no puedo distinguir unas de otras. Pero esos recuerdos, algunos muy cercanos, son más censurables. La noche en Cáceres fue siempre tan hermosa... Cáceres en el siglo XIX.