El 19 de julio de 1936, mientras la guerra civil estallaba en España, la ciudad feliz participaba en un referéndum sobre la conveniencia o no de solucionar sus problemas de abastecimiento de agua.

Nacer sin río es una suerte de orfandad. Esa carencia ha marcado la historia de la ciudad feliz . El primer documento sobre el agua que se conserva en Extremadura es, paradójicamente, de Cáceres, la villa con menos agua. Data del 1 de enero de 1494 y obliga a encauzar la rivera del Marco.

Durante siglos, los cacereños se han abastecido en las fuentes del entorno o en los aljibes y pozos. Pero al llegar el verano o la sequía, había que recurrir incluso a las charcas y ello provocaba temibles epidemias de tifus, disentería, paludismo o cólera que en el siglo XIX llegaron a provocar un saldo demográfico negativo sólo paliado por la inmigración.

La sequía del apocalipsis

En esta capital tan ganadera, las lluvias de otoño marcan el calendario económico y la sequía prolongada es un jinete del apocalipsis como el fuego, el hambre o la guerra. Las estadísticas socioeconómicas contemporáneas están marcadas por la falta de agua como se observa estudiando las de años secos como los últimos de la década de los 70 o 1982-83.

La sequía de este año, por lo tanto, no es nueva. Las hubo peores como la de 1545-1546, cuando a la pobreza hídrica se le unió una terrible plaga de langosta. En el mes de agosto de 1545 no se había cosechado ni para sembrar en otoño. La única ventaja es que, como siempre que hay sequía, la cosecha de bellotas fue espectacular.

En ese año, aumentaron los pobres, se cuadriplicó el precio del trigo, hubo que expulsar a los mendigos forasteros y, dato capital, las fuerzas vivas de la ciudad feliz decidieron suspender los festejos taurinos de enero y febrero de 1546, algo nunca visto por aquí y que no ha sucedido después ni en los años de peste.

Pero los cacereños, en cuanto volvía a llover, se olvidaban de su particular apocalipsis y así pasaban los siglos, sin soluciones. Tuvo que llegar en 1875 desde Chía (Huesca) Joaquín Castel Gabás para que la mentalidad cambiase. Este popular farmacéutico intuyó enseguida el principal problema de la ciudad feliz y se convirtió en el gran agitador cacereño del agua. Sus escritos y estudios ayudaron a modernizar y abrir las mentes.

En 1900 llegaba por fin el agua desde las minas de Aldea Moret. Se despachaba en quioscos a un céntimo los 10 litros, pero se recibió con reservas porque tenía exceso de cal y poco sabor. Así que preferíamos seguir comprándosela a Tío Vicentino, a Sopita, a El Pajarito o a Simón Almaraz, que las repartían en sus burrinos a razón de 10 céntimos la carga.

Los cacereños no acababan de convencerse de la necesidad del abastecimiento de agua corriente, ponían pegas a las aguas de las minas y tuvo que pasar más de medio siglo, referéndum incluido, hasta que en 1959 se inauguró la nueva traída, que sólo llegaba al 28% de las familias cacereñas. El resto prefería las fuentes, práctica aún vigente como se puede comprobar en las largas colas que se forman desde hace unos meses en fuente Fría.

En 1963, el agua ya llegaba a casi toda la población, pero surgió el problema de la falta de caudal, que se parcheó diez años después, cuando el ministro Fernández de la Mora inauguró el embalse del Guadiloba. Enseguida se quedó pequeño, necesitándose subir agua del Almonte, solución que ha vuelto a revelarse momentánea precisándose otra traída, esta vez desde Portaje.

¿Estamos ante otro parche insuficiente o es la solución definitiva? Mientras lo averiguamos, consolémonos con que el otoño de 2005 será el más bellotero en lo que va de siglo. Además, en cuanto llueva, volveremos a olvidarnos de la sequía. Por algo somos la ciudad feliz , la ciudad sin problemas.