Nosotros no disponíamos de un pabellón de usos múltiples. Eramos mucho más afortunados. Disfrutábamos de un gran espacio de no sé cuántas hectáreas en el que se celebraban diversos acontecimientos: el Rodeo. En él se ponían los cacharritos de las ferias de mayo y junio. Se celebraba la feria de ganados y por eso había fuentes y bebederos. Se podía pasear en primavera. Probablemente serviría para que las parejas se dieran el lote. Pero sobre todo era el campo de fútbol para toda la chiquillería cacereña.

El uso intensivo tenía lugar los domingos por la mañana. El espacio era grande pero no homogéneo, y por lo tanto la calidad de los campos difería mucho. De ahí que fuera preciso madrugar, aunque luego llegaban los mayorzotes y se apropiaban del mejor.

Las porterías se hacían con piedras sobre las que se colocaban la ropa que sobraba o que era necesario salvaguardar de estragos. Aunque lo normal era jugar con la ropa de diario, a veces nos colocábamos calzonas hasta la rodilla, cada cual de su color. Y qué diremos de las camisetas: la propia camisa. Ni números, ni nombres, ni escudo ni distintivo. Las botas brillaban por su ausencia: zapatos o zapatillas viejas. Y sin embargo jugábamos, algunos muy bien, y lo pasábamos de maravilla. Había campeonatos y copa para el ganador. Y por la tarde a ver al Cacereño de Navarro y Barbero.