Pienso a menudo que los niños y jóvenes de las últimas generaciones han tenido la gran suerte de nacer y crecer bajo la asidua y atenta grabación del visor de una cámara digital. Nosotros, sin embargo, nacimos en la época de las cámaras analógicas, aquellas de los carretes de 12 o 24 exposiciones y el revelado de fastidiosa espera. No digo ya nuestros padres y abuelos, cuyas primeras fotos son, por lo general, muy escasas y en blanco y negro. Desde que las cámaras fotográficas se comercializaran, la vida se ha venido midiendo en esas pequeñas porciones inolvidables de nuestro pasado.

Hay sin embargo una suerte de magia que envolvía a aquellas viejas fotos y a aquellos lentos revelados que ya, con el almacenamiento instantáneo en tarjetas y discos se ha perdido del todo. Una suerte de recuerdos personales muy contados y especiales (algún baño en brazos de la abuela, el soplido a una tarta de cumpleaños con muy pocas velas aún, la primera vez en la playa o en la nieve, el posado navideño con hermanos y primos, cualquier tarde de campo jugando a la pelota) almacenados en apenas uno o dos álbumes, objetos demasiado importantes como para mostrárselos a cualquier persona que no lo sea. Libros de instantes que siempre abrimos en los momentos de mucha felicidad o de mucha tristeza y que le acompañan a uno ante cualquier deseo de recordar y recordarse o antes cualquier mudanza o viaje sin fecha de retorno.

Hoy he tenido esa sensación de melancolía y añoranza mirando un álbum de mi niñez y otro de mi primera juventud. Algunos seres queridos han quedado detenidos para siempre en sus imágenes. Muchos buenos recuerdos, muchas viejas historias, muchos momentos que ya no volverán y que, aunque volvieran, nunca serían lo mismo.

Quiero hablaros de dos fotografías en concreto. Dos fotografías con una historia personal oculta en cada una de ellas.

La primera, corresponde a una tarde de 1984. Aparezco yo solo. Mi madre me había cortado el flequillo a la altura de las cejas y, al sonreír, se me achinaban los ojos. Tengo una mochila azul a la espalda y una camiseta roja llena de lamparones. Estoy en la esquina del Colegio Juan XXIII, donde estudié mis primeros cursos de EGB. Mi sombra, enclenque y despeinada, se proyecta en la pared del fondo, sobre la que alguien había dibujado un corazón y dos iniciales con tinta verde: F y R (nunca sabremos si aquella historia de amor tuvo futuro). A mi izquierda se aprecia una antigua cabina de teléfonos. La misma cabina de los primeros amores y desamores. Algún amigo me enseñó el truco de la moneda de quinientas pesetas y el hilo de pescar. Pasé varios meses sin pagar las conferencias. En la fotografía estoy feliz. El sol me da en la cara y guiño el ojo derecho, una mueca cómica y extraña a la que no he dejado de acostumbrar mi rostro durante todos los días soleados de mi vida. En aquella misma esquina de la imagen vi pelearse a dos de mis mejores amigos y allí mismo cambié el cromo de Robert Parish por el de Patrick Ewing para completar el álbum de cromos de aquella temporada en la NBA. Me gustaría volver a pasar por allí con un balón debajo del brazo. Me gustaría que la cabina siguiera intacta y yo pudiera llamar a mis amigos desde ella con la voz y la inocencia de entonces. Observo en silencio esta fotografía y tengo la certeza de que el niño que fui --el mismo niño que, de algún modo, sigo siendo todavía-- siempre me mirará con ternura desde aquella lejana tarde de 1984.

XLA SEGUNDA,x es del verano de 1994. También aparezco solo. Estoy serio, como pensativo, sentado en el jardín de un parque. Podría parecer una fotografía demasiado simple, pero para mí tiene un detalle que la diferencia de todas las de aquella época: la sudadera azul que llevo puesta. Cada tarde pasaba con a mis amigos por delante de una tienda de deportes en la calle Sevilla de Zafra. En ella vendían todo lo que unos jóvenes deportistas como nosotros podíamos desear, los últimos modelos y las mejores marcas. Balones, zapatillas, botas de fútbol. Y entre todos aquellos artículos destinados a robarnos el sueño, una sudadera azul de la marca Sólido, la prenda más deseada del escaparate. Mis amigos y yo nos quedábamos mirándola con la boca abierta. No había otra sudadera como aquella en ninguna otra tienda de la ciudad. Su intenso color azul parecía romper con todo lo establecido en la época. Algo en ella, como en todos los objetos que un joven desea con cierta obsesión, parecía prometernos un futuro de ensueño: vivir nuevas aventuras, atraer las miradas de las chicas más guapas o, simplemente, generar cierta envidia en los muchos chavales de nuestra edad que alguna vez se habían detenido frente al cristal de aquel escaparate para admirarla. Lo cierto es que costaba diez mil pesetas de la época y las pagas que nos daban nuestros padres no pasaban de cien o ciento cincuenta pesetas semanales, por lo que ninguno de nosotros veía posible ahorrar el dinero necesario para conseguirla. Muchas tonterías se nos pasaron por la cabeza. Desde trazar un plan infalible para robarla hasta ahorrar entre varios amigos y compartirla, pero enseguida comprendimos que todo sería en balde, y aquella sudadera, con el tiempo, terminaría en el poder de cualquier hijo de vecino con más dinero que nosotros. Sin embargo, un milagro estaba a punto de sucederme. Aquel año, por primera vez, me dieron la oportunidad de ganarme un sueldo trabajando en la feria, limpiando cuadras de caballos y llevando a cabo algunas de las tareas más insufribles, a la vez que honrosas y recordadas, que he hecho en mi vida. Así, tras dos semanas de duro trabajo, pude invertir casi todo lo ganado en aquella sudadera, tal y como había soñado desde varios meses antes. Esta es la única foto que prueba aquella primera satisfacción de comprarme algo con el sudor de mi frente y la felicidad de recordarlo con orgullo mucho tiempo después.

Me pregunto, mientras termino de escribir estas líneas, ¿quiénes me harían aquellas dos fotografías?... Nunca lo he sabido y, probablemente, nunca lo sabré. Pero hoy, tanto tiempo después, sean quienes sean y estén donde estén sus autores, quiero dales las gracias.