TLto he dicho otras veces y, en este tiempo difícil para el teatro, no está demás repetirlo: no habrá jamás en este país recuperación del arte escénico si antes no se fomenta en la edad infantil. El teatro infantil, medicamento sensorial contra la hipertrofia y la esclerosis múltiple que la gran droga de los medios de comunicación de luz artificial e hipnótica provoca en la infancia, cumple la doble misión de alimentar la fantasía, la sensibilidad y el espíritu lúdico del pequeño y, al mismo tiempo, contribuye a formar espectadores para la vida adulta. En Extremadura, pocas son las producciones de teatro infantil en estos momentos. No obstante, entre ellas, encanta 'La clase de los niños raros' de la compañía emeritense Apretacocretas.

El espectáculo, con dramaturgia y dirección de Francis Lucas, está inspirado en el libro 'Niños raros' del poeta y periodista salmantino Raúl Vacas. Un libro muy original que despliega un sinfín de recursos para presentar, uno a uno, con todas sus peculiaridades y de una manera poética, el mundo mágico y extravagante de ciertos niños. Lucas ha captado perfectamente las posibilidades educativas (colmadas de valores como la amistad, la solidaridad, el reparto de roles y responsabilidades, etc.) y artísticas (capaces de ser transmitidas a través del juego de los clowns) de las historias del libro, acompañadas en sus versos con regusto de buen humor y algo de ironía.

En la puesta en escena, echa a volar su imaginación mostrando una simpática clase con tres personajes --los niños Gamusino, Zanahorio y Pandereta, compañeros del colegio-- que se divierten realizando las tareas que les han obligado un día que el profesor --Don Marcelo-- ha tenido que ausentarse. Pone a los tres personajes la nariz roja (esa pequeña máscara redonda de los payasos) y con agudo sentido pedagógico nos adentra en el mundo de la fantasía, el disparate y la sorpresa cómica de unos niños que llevarán a cabo la actividad según su rareza. Todo a un ritmo vertiginoso de juegos muy singulares y divertidos --a veces en interacción con el público-- capaces de contagiar la risa permanente a niños y mayores.

En la interpretación, Francisco Quirós (Zanahorio) y Johnny Delight (Gamusino), pareja cómica bien conocida en los cafés-teatros y salas alternativas de la región, con excelentes aptitudes para el clown clásico, acompañados de la payasa sin fronteras Angi Amaya (Pandereta), con la que logran una buena química teatral, se meten en la piel de esos niños raros y en su ámbito -dónde las matemáticas pueden ser un concurso que te ponen los nervios de punta, dónde la gimnasia y la química pueden ser asignaturas compatibles o dónde la poesía es capaz de embelesar a un niño-, despertando la ilusión y la sonrisa de todo aquel que se deja envolver por su humor y su magia. Los tres actores, campean por la escena repletos de espontaneidad y frescura, sabiendo conjugar simpatía y ternura. Proporcionan momentos de insospechado júbilo con recursos de fértil inventiva. Y logran una buena dosis de creatividad en el manejo y la transformación de los objetos (resulta genial la escena de los astronautas, con papeleras como escafandras, donde nos hacen creer que vuelan por una autopista de la Vía Láctea atravesando un cinturón de asteroides). El espectáculo, bastante completo en lucimiento --de la inocencia y la pureza del payaso-- y en equilibrio con el mundo infantil, culmina con una bonita canción original de la cacereña Chloé Bird.