Uno de los enigmas de la temporada festivalera ya ha sido resuelto. Cuando en enero se hizo público el cartel del festival de Coachella, un puñado de informaciones apuntaron a que su dueño, el magnate Philip Anschutz, durante años había hecho jugosas donaciones a grupos que fomentan el odio contra la comunidad LGTB y había musculado las cuentas de colectivos creacionistas y negacionistas del cambio climático. Recordarán que entonces se hicieron llamamientos al boicot. ¿Lady Gaga actuaría en el cortijo cool de un homófobo? ¿Thom Yorke, líder de Radiohead y ecologista embarcado en el Rainbow Warrior 3, cantaría en el feudo de un enemigo público de Greenpeace? La respuesta es sí, por supuesto. Y a falta de que hoy, día de clausura, se propague una insólita insurrección por este campo de golf convertido por unos días en un fabuloso Instagram de 150 hectáreas, lo más cercano a una revuelta han sido unas palabras contra el magnate lanzadas por el músico trans Ezra Furman.

Poco más. Al fin y al cabo, ¿quién se va a practicar el espíritu crítico a un foro cuajado de marcas, presentaciones, jaimas vips y prescriptores, cuya entrada de fin de semana cuesta entre 500 y 1.500 dólares? El siniestro multimillonario, apodado por la revista Forbes como el «hombre detrás de la cortina», ha logrado mantenenerse una vez más tras los visillos, mientras su promotora, AEG -que saca de gira a los Rolling Stones, Taylor Swift, Justin Bieber, Katy Perry y Bruno Mars-, factura más de 200 millones de dólares por estos dos fines de semana de certamen.

En realidad, la fortuna que Anschutz (Kansas, 1939) mueve desde el piso 24 de un rascacielos de Denver está tasada en 12.600 millones de dólares, según Forbes. Nieto de emigrantes rusos, es dueño de megacomplejos de ocio como el O2 Arena de Londres, el Coliseo Caesar’s Palace de Las Vegas o el Staples Center de Los Ángeles, donde se celebran desde los Grammy hasta los partidos de los Lakers, club del que, por cierto, posee participaciones. El magnate, también propietario de Los Ángeles Galaxy y los Chicago Fire, lidera la segunda compañía más importante del mundo en organización de conciertos, produce películas como Crónicas de Narnia -de C. S. Lewis, aclamado «santo patrón» de los evangelistas-, y ha tejido un enjambre corporativo con intereses que van desde el gas y el petróleo hasta las telecomunicaciones, la prensa y la concesión de resorts en parques naturales de EEUU.

Presbiteriano, padre de tres hijos y con la misma mujer, Nancy, desde 1955, Anschutz firmó su primer pelotazo a principios de los 80. Tras años excavando en pozos de petróleo que le había legado su padre y que resultaban estar secos, arañó por fin crudo en un rancho que poseía entre Utah y Wyoming. Lo vendió por 500 millones de dólares y con aquellos fajos de billetes se introdujo en el negocio de los ferrocarriles, que a su vez le permitió cablear con fibra óptica el trazado de sus líneas de tren. «Si un pato grazna, dale de comer», dice cuando le preguntan por su modelo de negocio. Aquel oportuno cableado puso el primer ladrillo de la Qwest Communications y cimentó un imperio que él, dueño de ranchos, suele gestionar mascando un puro apagado y frases de misticismo cowboy como «vive cada día con coraje» y «habla menos y di más».

El magnate no ha dado una entrevista en su vida -«es el anti-Trump», dijo un colaborador suyo años atrás- y, desde las sombras, ha destinado más de un millón de euros al partido republicano y a las fundaciones ultras de los hermanos Koch, quienes, silenciosamente, pusieron la billetera del Tea Party. También tratando de no levantar ni un titular, Anchutz donó 10.000 dólares a grupos contrarios al matrimonio gay y ha financiado colectivos como Mission American Coalition, en cuyo orden del día figura restringir la libertad de movimientos a portadores del VIH. Su filantropía ultra, sin embargo, no acaba aquí. Según la auditoría de la Asociación Libertad Para Todos los Americanos, el magnate donó, entre el 2010 y el 2013, 190.000 dólares a grupos antiabortistas y antigais como el Consejo de Estudio Familiar, la Fundación Nacional Cristiana y la Alianza para la Defensa de la Libertad, organización que equipara ser LGTB con «cometer incesto y bestialidades», denuncia esta organización.

¿Y qué hizo Anschutz al sentirse acorralado? Pues emitir un comunicado llamando «basura» a los artículos que lo habían calificado de homófobo y anunciar que cortaba de cuajo el dinero destinado a estos grupos de los que, aseguró, desconocía la agenda. Era la primera vez que decía algo en público este fan confeso de Napoleón y de aquella frase suya que zanjaba: «Solo hay dos fuerzas que unen a los hombres: el miedo y el interés».