Fui a la Iglesia de los Franciscanos a la Primera Comunión de Alejandro. Once de la mañana de sábado soleado. Tras el altar fray Antonio Herrera en su candor, sincero, cercano, será reiterativo decir que franciscano. Y detrás empezó a sonar el violín, el piano, la guitarra y las voces. ¡Dios mío, qué armonía, qué tonos con el coro, qué acordes con los instrumentos! Es La flauta mágica de Mozart pero en violín y en emeritense.

Con la música me pasa como con el vino, no entiendo pero el mejor es el que me gusta, y eso que lo que se escuchaba era buena música, que digo buena, la mejor para mí. Ese violín, esos instrumentos, provocaban emociones, sentimientos, elevaban el tono de la ceremonia con acordes alegres y contenidos tales que era imposible confundir nota y ruido, escala y contrapunto, incluso para quien esto escribe. El flujo del aire en la parroquia era otro mecido por los instrumentos, además la homilía del franciscano fue excelsa y cortita.

La música es algo complejo, solo hay que oír a La Marara en el Nevado para preguntarse cómo algunos pueden llegar a compositores, pero es gran verdad que amansa a las fieras, educa a los profanos y acerca a Dios. Cuando Bob Dylan decía que la respuesta a las preguntas de la vida está soplando en el viento (Blowing in the wind), san Juan Pablo II le contestaba: «Es verdad, pero no en el viento que dispersa todo en el torbellino de la nada, sino en el viento que es soplo y voz, voz que llama y dice: ven». Y la Primera Comunión es un «ven» claro para quienes se acercan a la Eucaristía. Ven, porque «you´ll never walk alone», caminando con esperanza en el corazón, nunca caminarás solo. Por eso T.S. Eliot decía que «cuando cuento, estamos solamente tú y yo/pero cuando miro hacia adelante en el camino blanco/siempre hay otro más caminando a tu lado». Y la música de tu violín, Miguel Ángel, sonando.