La barriada de la Argentina (también llamada de San José) limita al este con una rotonda en la que campea, oronda, la diosa Ceres y, desde allí, baja una calle en la que antiguamente se ubicaban el SuperVol, el cuartel de los Soldados y el bar de Enrique. Todos han pasado a mejor vida; el SuperVol cerró hace tres décadas, el cuartel se lo llevaron a Bótoa y Enrique se jubiló hace un mes.

La calle se llama Cabo Verde no me pregunten porqué, seguro que algún cronista de la benemérita y bimilenaria (tres oficiales y una ristra de oficiosos) encuentran reminiscencias africanas en esa denominación. Pero Cabo Verde es, sobre todo, territorio donde campea el fantasma del Pelín, el más emeritense de nuestros espíritus evanescentes y todo un oráculo para discernir el signo de los tiempos, la clasificación del Mérida, la llegada del AVE o la finalización de los quioscos de la plaza (nacional de España).

Como era sábado me dirigía yo, tras mi café bebido y mi purito encendido, a efectuar unas gestiones tendentes a recibir una paga de tres mil euros al mes durante los próximos 25 años, vamos, que iba a abastecerme de un cupón de la ONCE (tampoco hay que ser ansioso) y al cruzar por las Pontezuelas hete aquí que me encuentro al Pelín así como flotando y encaminándose al Chinche. Mantuve un poco las distancias (entre fantasmas no vamos a pisarnos las sábanas) y atisbé entre su cuerpo traslúcido y vacío de todo (solo la cara la mantenía nítida) un característico olor a mosto del Botero. La sombra del Pelín (está clasificado como fantasmal buena sombra) emergía como voz que susurra en la niebla (de la Mártir) o como brazo al que agarrarse en momentos de zozobra (si uno no es muy escrupuloso), entendiendo por zozobra la salida del Michel tras festejar allí una comida de Navidad con Domingo y asociados.

Apuré la calada de mi flamante puro, aspirando un humo centenario que evocaba los farias de antaño. Miré alrededor y vi la camionetilla bética (blanca y verde) de FCC que limpiaba la puerta del denominado MAM (museo que alberga polvo y nada más); a Antonio a lo lejos que salía a coger espárragos a Puerto Peña; al bueno del rumano que se aposta a la puerta del Día; a un coche que no frenaba en el paso de peatones; al camión de la Cruzcampo que paraba a la puerta del Castúo para dejar cajas; a uno que iba disimuladamente a dejar los restos de poda del limonero debajo del cartel que pone ‘No arrojar escombros’… En fin, lo normal en mi barrio, los únicos chirimbolos inútiles parecíamos el Pelín y yo. Mi barrio no es que sea excepcionalmente bonito, ni estruendosamente alegre, ni chillón ni vocinglero, pero es limpio, con gente cordial que vive a ratos felices y a ratos con penas, con sus hijos y algunos perros, con sus luces y sus sombras... Vamos que me parece mucho barrio para tan poco espacio. Y creo que al Pelín le gusta también por eso; además he detectado que le caemos bien los hombres gorditos, será por esa cualidad de que parecemos no asustarnos nunca de nada ni siquiera de los fantasmas (como si fuéramos abogados con despacho en la Puerta la Villa).

Elevé la vista puesto que el Pelín levitaba a ratos (como liebre de perfil) y le dije a mi amigo el fantasma. -¿Qué tal Pelín? -Más libre que el aire --me dijo sin inmutarse-- pero es un poco cansino estar así de aquí a la eternidad. Al verle, ahora bien, comprendí que no le importaba a dónde iba, ni qué haría en ese limbo, simplemente flotaba por la Argentina mientras yo me sorprendía de lo que sucedía, de lo que sucede en Cabo Verde.