Cuando era un chiquillo, ¡qué alegría!, el verano eran ranas en el Albarregas, tienda de campaña en la Charca y aventuras por la alcantarilla (romana). Y mis padres, en el desayuno, comentando la representación de la noche anterior, con Tamayo y Rodero dando lustre, sentido, fuerza y emoción a nuestro Teatro Romano. Mi mamá, mujer sencilla, tenía cultura teatral tras muchos veranos de espectadora. Es decir, a doña Gloria le podías preguntar ¿qué tal la función? Y, ella, te decía "me ha gustado", "me aburrí", "muy bueno el actor" o "a ese no le entendí". Sabía, a su manera, si la representación había tenido calidad y no hacía falta que lo argumentara mucho. La obra teatral le había transmitido sensaciones. Mis vecinos de las Abadías y los Chinos (cuando eran Abadías y San Bartolomé) debían considerar su criterio pues no iban el día del estreno y esperaban que mi mamá se pronunciara para ir después (también es verdad que había un día en que a los de Mérida les salía más barato). Mientras, papá pasaba de Marcial Lafuente Estefanía a Plauto, ambos autores acuciados por escribir para ganar dinero.

Cuando era un chiquillo, los emeritenses (de barriada) iban al Teatro Romano, con tortilla y bota de vino para los entreactos (entonces siempre había descanso), como quien continúa una tradición ancestral, un rito de paso anual de la forma de ser de Mérida. Y los emeritenses sabían de teatro, formaban parte de las funciones (pecholatas y asociados) y contribuían a mantener viva la llama bimilenaria de la escena.

El Teatro Romano era democrático, de barriada, no era solo un sitio para representar. Allí se escenificaba teatro clásico y popular, era "para todos los públicos". Y pensaban en ese público; por eso ponían un entablado sobre las piedras para acceder con una cierta comodidad al graderío. ¿Por qué hay que ponerse perdidos los pies para llegar a sentarte? Los romanos no corrían el riesgo de dislocarse. ¿Tanto cuesta pegar un manguerazo al dichoso caminito de acceso?

Echo de menos al recordado José Tamayo en el peristilo romano, no solo por sus obras clásicas (desde Edipo a Julio César, de Tyestes a Otelo, La Orestiada, Numancia, Calígula, Medea, Antonio y Cleopatra, La cena del rey Baltasar...) sino porque además popularizó el "marco incomparable" con zarzuela y teatro contemporáneo y, en su entorno, fijó las trayectorias de grandes figuras al Teatro Romano como Nuria Espert. Tamayo fue el primero en utilizar teatro y anfiteatro a la vez, promovió una función dedicada "al pueblo de Mérida" en segunda o tercera representación (casi gratis) arraigando el Festival a la ciudad dónde se representaba, tanto que llegó a utilizar 300 comparsas (extras no, por favor) emeritenses para sus funciones.

La labor de Tamayo (desde 1954 hasta los años 80) a punto estuvieron de cargársela en pocos años, en concreto desde mediados de los 90 hasta pasados los 2000, con un cantamañanas politizándolo, con una progresía ridícula de obras griegas (en griego), operas chinas (en chino) y que si guerra no, que si "Aznar que te den", perfomances y bobadas varias. Aquí venían a experimentar. Y, eso sí, mucha Margarita Xirgu como emblema, tanta que daban ganas de reivindicar a Manolita Chen (más conocida en los ambientes paternos). El tipo aquel consiguió que los emeritenses dieran la espalda a su Teatro y, con ellos, el público en general. En aquellos 2000 el Festival "estaba tocando fondo" y negros nubarrones presagiaban un futuro oscuro: ni público, ni arte ni dirección.

Y en estas llegó Cimarro, al que si dejan, seguirá rememorando la etapa dorada de Tamayo, recuperando a los de Mérida para nuestro Romano, haciendo clásico lo clásico, volviendo a la ópera, haciendo teatro. Y aquí quería llegar yo: me tachan de pueblerino por pedir que se utilice todo el escenario, por quejarme de los menguados montajes (una mesa, cinco actores) y por reivindicar un Teatro Romano de los emeritenses y, después, de toda la Humanidad (de la que somos Patrimonio). Solo cuando los de Mérida lo sentimos como nuestro el Festival triunfa y, cuando primero se universaliza, cataplúm!

Que no me vengan con monsergas pueblerinas ni ínfulas teatrales, primero nosotros y "aluego", el infinito y mas allá. Porque, para llegar a todos, primero es conveniente empezar por los cercanos. Además, va por ti, Charo, no soy de pueblo, soy de barriada, de la barriada del Teatro Romano (la Argentina, en los callejeros).