El 25 de marzo se conmemora el 60 aniversario de la firma de los Tratados de Roma. Con ellos se constituyó la Comunidad Económica Europea que debía garantizar la estabilidad y el progreso tan añorados, tras dos guerras mundiales consecutivas, y se creó la Comunidad Europea de la Energía Atómica para garantizar que en el futuro la energía nuclear se empleara para fines pacíficos. Si bien, ambos tenían como efecto inmediato el intercambio comercial y suponía la supresión de las barreras aduaneras entre los países firmantes, entre ellos Francia y Alemania, enemigos seculares y hasta pocos años antes enfrentados en una guerra cruel, los Tratados de Roma supusieron el inicio del periodo de paz más largo que ha conocido Europa, en el que los países han dirimido sus diferencias en una mesa de negociación y no en un campo de batalla.

Este tiempo pacífico se forjó inicialmente sobre la colaboración económica, necesaria para reconstruir unos países devastados por la guerra; posteriormente, y gracias a las ideas inspiradoras de los padres fundadores que habían sido recogidas sintéticamente en la Declaración Schuman de 9 de mayo de 1950, se impuso una búsqueda de objetivos comunes mediante un proyecto político de convivencia cimentado sobre un Derecho Público Común Europeo. Estas bases han logrado que un continente entonces dividido entre vencedores y vencidos, consiguiera crear la mayor organización supranacional de la historia.

Este proceso de construcción europea no es sólo un mero proyecto o una ilusión sino que constituye una realidad viva que continúa en nuestros días, sujeta a contratiempos y a dificultades que deben superarse. No en vano la Unión Europea se halla en un periodo de dudas como consecuencia de la falta de consenso sobre cómo afrontar los retos que se le plantean en los años venideros por la desafección de algunos de sus integrantes y de la proliferación de movimientos populistas y nacionalistas contrarios a la integración. Incluso entre los convencidos de la unión, existen divergencias sobre las distintas velocidades a las que debe avanzarse. Sirva de estímulo pensar que el progreso de Europa ha sido más firme tras situaciones de crisis, de europesimismo, de eurofatiga y de euroescepticismo.

Seis décadas después, Europa sigue siendo una realidad viva, que conoce las grandezas de su pasado pero también sus miserias, que no quiere repetir; consciente de que es más lo que le une que lo que le separa y que busca la meta que proclama su divisa: «unidad en la diversidad». Como expresa el Libro blanco sobre el futuro de Europa, de la Comisión Europea, Roma debe ser el comienzo de un nuevo capítulo en nuestra Historia.

Tenemos por delante retos importantes para nuestra seguridad, para el bienestar de nuestros pueblos, para el papel que Europa deberá desempeñar en un mundo cada vez más multipolar. Una Europa unida que debe configurar su propio destino y perfilar una visión de su propio futuro. Europa siempre ha sido el futuro.