Escritor

De los nueve milagros de Eliseo, ninguno como el que le aconteció mientras subía por los caminos de Betel, por donde le salieron al encuentro unos rapazuelos que andaban burlándose de su fatigosa ascensión y que le decían a grandes gritos: "Sube, calvo, sube" (2 Reyes 2, 23). Reconozcamos que este insulto es como para sacar de quicio al más santo de los hombres. Me pasa a mí, que soy un don nadie, cuanto más a uno de la talla de Eliseo, que tenía trato directo con Dios y que acababa de heredar el manto sagrado de Elías, el que subió a los cielos en un carro de fuego. El caso es que Eliseo maldijo a los niños en nombre de Yahveh, y éste hizo que al momento salieran del bosque dos osos que despedazaron allí mismo a cuarenta y dos de los muchachos.

Los profetas de entonces se las gastaban así. Sin remilgos. Tan tajantes y tan amargos eran que ni las ballenas los tragaban, si no que le pregunten a la que cometió la imprudencia de merendarse a Jonás. Aunque también es cierto que los eruditos no se ponen de acuerdo en si la ballena lo vomitó por ser Jonás profeta o por el hecho constatado de que tenía más pelambrera que Bin Laden. Quizá la ballena a quien buscaba fuese a Eliseo, lo cual hubiese sido un acierto, sobre todo antes del milagro de los osos de Betel. Pero la historia no entiende de justicia poética. Y mucho menos que nadie, los que escribieron las historias de la Biblia. Por eso hicieron de Dios un personaje peludo y barbado, al igual que San José y que los Reyes Magos. Todos señores de greña y barba. El malo es gente como Pilatos, que seguro que era calvo.

Hasta hace poco, nada representaba tan bien a la Navidad como un puñado de nieve y unos muñecos con barbas. Pero los tiempos están cambiando y la suerte al fin se pone de nuestra parte. Quiero decir de parte de los calvos. Sobre todo desde que sale por la televisión ese calvo de la lotería repartiendo millones con el simple gesto de soplarse la mano como quien se sopla la caspa. Desde que el duende de la Navidad es calvo, la gente nos mira con otro talante, como con más cariño, como si los calvos estuviésemos hermanados por una especie de magia que a los demás se les escapa por los pelos. Es un anuncio acertadísimo por dos razones, porque el tipo es calvo como un faraón y porque además es mudo, que en eso precisamente se diferencia la magia de la vulgaridad, en que no rinde cuentas a nadie, si acaso a la estética. Y en este anuncio la estética está muy cuidada, como si alguien hubiese mezclado en un mismo plató a personajes de Matrix y del Cuento de Navidad de Dickens. Aunque luego la realidad pone las cosas en su sitio, por más que les pese a los publicistas y a los curas. Y encima me entero que el calvo del anuncio es postizo, que es un franchute que se afeita expresamente para el anuncio. Lo cual es un despilfarro mayúsculo. No entiendo cómo se pueden importar calvas, con la de calvos importantes que hay por estas tierras. Pero la suerte es como los monos y como las cotorras, siempre alborotando desde las crestas de los árboles más frondosos.