Escritor

Como buen solitario, soy persona poco dada a opinar de lo que casi todos opinan, más si el asunto del debate se escapa a mis intereses o mis conocimientos sobre el mismo no son lo suficientemente amplios como para mostrar un criterio fundado y razonable. Con todo, me atrevo a traer hoy a esta columna la cuestión de Guadalupe por la sencilla razón de que es un clamor que me afecta. Y me concierne, claro está, en tanto que extremeño que vive y escribe en su tierra, con independencia de mi condición o no de creyente. A nadie se le oculta que Guadalupe es mucho más que un santuario donde se venera la imagen de una virgen. Guadalupe es, como ha dicho alguien, el corazón de Extremadura. Que nuestra fiesta autonómica sea el 8 de septiembre lo demuestra bien a las claras. Por eso, que a estas alturas de la historia siga perteneciendo al Arzobispado de Toledo es, al tiempo que una grave afrenta a esta región, un flagrante atentado contra el sentido común. Ya sé que no digo nada nuevo. Por retrotraernos tan sólo a épocas recientes, en 1978 se celebra el cincuentenario de la coronación de la patrona de Extremadura y se invita a un escritor a pronunciar un discurso delante de los reyes. El elegido es Santiago Castelo, que además de extremeño y monárquico, es una persona cercana tanto a Guadalupe (donde leyó su discurso de ingreso en la Real Academia) como a la familia real. En su disertación da cuenta de una realidad inexorable: la de una región postrada, sumida en un atraso secular, a la que urge sacar del subdesarrollo y la pobreza. Porque estaba donde estaba y el momento era el que era, manifiesta también que Guadalupe no puede seguir siendo un enclave eclesiástico toledano en plena Extremadura. Veinticinco años después, de nuevo se invita a Castelo a participar de la fiesta del 75 aniversario y, en concreto, interviene en la velada literaria que conmemora la que tuvo lugar en 1928 y en la que, si no me equivoco, participó Reyes Huertas. Y de nuevo, tras advertir lo evidente, que la región se ha transformado y ya es otra, el de Granja de Torrehermosa vuelve a reivindicar la incorporación plena de Guadalupe a Extremadura. Alude al "Gibraltar extremeño" y al decirlo, me cuentan, fueron no pocos los que dieron respingos en la silla. La jornada había sido tensa y, a los postres de la comida de autoridades, hubo discursos y silencios clamorosos.

Decir que ésta es una cuestión política no deja de ser una torpeza. O, lo que es peor en boca de creyentes, una mentira. Que también los políticos estén a favor de esa incorporación no es sino la lógica consecuencia de que éstos sean personas y no entelequias. Nadie duda tampoco de que, a pesar de eso, la prudencia es necesaria: porque la Iglesia merece un escrupuloso respeto a su autonomía y porque ninguna coartada mejor se podría esgrimir ante Roma por parte de los detractores de esta medida que la de señalar a los socialistas al frente de un supuesto contubernio. Con independencia de lo que piense o decida el Vaticano, la verdadera grandeza del arzobispo de Toledo, cristiano cabal a buen seguro y persona desprendida, sería la de adelantarse a esa decisión y ceder sin incondiciones el territorio de Guadalupe a la diócesis de Plasencia y, en consecuencia, a la Iglesia extremeña. Para acabar con un anacronismo sin sentido y para recompensar a los ciudadanos de Extremadura --fieles o no, seglares y clero-- por su arraigado compromiso con ese espíritu abierto al mundo que Guadalupe representa; acaso lo mejor de lo que los extremeños somos.