Se calzó la misma ausencia de todas las mañanas. Era metódico, la dejaba al pie de la cama, dentro de sus babuchas, para que no perdieran la forma de sus pies. Y como un perro fiel le guardaba el sueño. Así lograba conciliarlo, dormir solo, tantos años después, siempre le dejaba el alma y el costado fríos. Era concienzudo en sus rutinas: Se lavaba, se afeitaba con precisión, a navaja. Extendía por la piel ungüento de argán y agua de rosas. Cerraba su camisa hasta el ultimo botón y anudaba su corbata. Una americana de lino color cámel que en invierno cambiaba por una de tweed. Le gustaban los tonos ocres, como el del adobe y el de la arena del desierto. Un sombrero, en ocasiones, y en los últimos tiempos un bastón. Su reloj y la pitillera en el bolsillo interior.

En el coche le llevaban hasta la Poste, donde enviaba paquetes para Jane. Dinero, té, libros, cuadernos de acuarela, hierbas y medicamentos para aliviar su Dolor: Que permitieran el descanso de sus huesos y su mente, exhaustos de tanto afán. Rendidos. Después se repetían los recorridos. Mercado, Cafés, comer, y escribir y pintar sobre sus rodillas, en la cama. Embadurnándose al final del día, con la mancha que el sol dejaba sobre el Mediterráneo, la bruma del estrecho desdibujado y del hachís desdibujándole. «No eres un poeta Paul», le dijo Stein, en aquel París donde todo el mundo parecía serlo, y viajó al sur, adoptando el disfraz de nómada, tanto que se le tatuó en la piel como si de henna se tratara. Iba y venía, pero siempre volvía.

Asistió a Capote, Tennessee Williams, a Kerouac, que, sin embargo, tomaban la ciudad como a una mujer de compañía que desechar después de pagar y usarla. Mientras, destilando también aquel ruido, escribía historias de verdad, aquellas que transformaba oyéndolas en las aldeas. «Todo el qué va a Tánger quiere escribir su libro» y debe ser verdad porque hasta esta columna sucumbe a su hechizo, convirtiéndonos en presuntuosos y torpes aprendices de Bowles. Aún sabiendo que solo con las yemas de los dedos, dubitativos, con la punta curvada de las pestañas, como un beso sigiloso, hemos siquiera rozado la piel de sus murallas. Porque, como él escribía «uno nunca se toma el tiempo de saborear los detalles, se dice otro día será, pero siempre con la convicción secreta de que cada día es único y definitivo, que nunca habrá otra vez, otro regreso», aunque siempre nos quede el infinito consuelo de su cielo protector.