La corrupción no es un fenómeno nuevo, y ya en el siglo XIX afectó a diversos gobiernos e incluso a los aledaños de la Corona. Tenía que ver con una concepción patrimonial del Estado, que los gobiernos administraban como si fuera una finca de su propiedad. Poco cambiaron las cosas con la introducción del sufragio universal masculino (el femenino no llegaría hasta la Segunda República) en la medida en que el Gobierno siguió en manos de políticos que, en gran parte, formaban parte de la oligarquía terrateniente y financiera. La ruptura que supuso la República provocó la reacción de los sectores más conservadores, que veían cómo el ascenso de los partidos republicanos y de izquierdas y la legislación republicana rompían el monopolio del Estado del que habían venido gozando. De ahí que esa reacción cristalizara en el golpe militar de 1936, que dio paso a una larga dictadura donde la corrupción y la fidelidad al dictador --y la represión para borrar cualquier atisbo de oposición-- se convirtieron en la esencia misma del régimen. Con la restauración de la democracia en 1977 no desapareció la corrupción. Sin embargo, en un Estado de derecho y democrático ni la corrupción ni la malversación de fondos o la actuación al margen de la legalidad --GAL-- escapan fácilmente a la acción judicial y al castigo electoral, como pudo comprobar el PSOE tras la dulce derrota de 1996.

XHOY EL MAYORx escándalo de corrupción de la historia reciente ocupa las primeras páginas de los diarios y de los principales informativos. Y la reacción del PP recuerda esa concepción patrimonial del Estado y el ansia de recuperar el poder a cualquier precio como antídoto a las acusaciones de corrupción que pesan sobre miembros y dirigentes de ese partido. Es una pena que el PP no dé muestras de un mayor sentido de Estado y de menores ansias de poder. Cuando una organización política tiene imputados a un presidente autonómico --y, como mínimo, bajo sospecha a otros dos-- y a diferentes dirigentes regionales y estatales, no es de recibo argumentar que son "gentes que se han aprovechado del PP" o que existe una conspiración para acusar al PP de corrupción. Claro que es lícito apelar a la "presunción de inocencia" mientras no haya sentencias firmes. Sin embargo, un mínimo de ética política exigiría apartar de sus cargos y de militancia a todos aquellos que están imputados o bajo sospecha al menos hasta que las sentencias no disipen todo atisbo de culpabilidad. De la misma manera, tampoco es de recibo apelar a que la corrupción afecta también a otros partidos, porque, aunque es sabido que la corrupción, sobre todo cuando se asocia a la especulación urbanística, tiene un indudable carácter transversal y social --beneficia de manera desigual a altos cargos políticos, alcaldes y regidores de diferentes adscripciones, promotores urbanísticos, empresarios y asalariados, que gozan de unos puestos de trabajo que de otra manera no existirían, etcétera--, las responsabilidades no son las mismas según el cargo político y el lugar que se ocupe en la pirámide de las tramas corruptas.

Es cierto que otros países democráticos tampoco escapan a la lacra de la corrupción asociada al poder político, pero en el caso de España los precedentes históricos revierten a esa concepción patrimonial --de finca-- del país que caracteriza a los sectores más conservadores. Concepción que, como no podía ser de otro modo, se acompaña de una concepción ultracentralista del Estado y de la negación de la diversidad ya que esta se opone a la idea de monopolio y patrimonio. De ahí que determinados sectores conservadores --o antiguos cargos socialistas juzgados y condenados-- no denotan siquiera sensación de culpabilidad. De ahí también que la reacción del PP se produzca en términos de recuperación del poder a cualquier precio y de las campañas del todo vale para desgastar al Gobierno.

Un partido que pretende ser alternativa de Gobierno debería dar muestras de ejemplaridad al abordar la corrupción. Pero lo que está poniendo de relieve el caso Gürtel es que la dirección del PP mira hacia otro lado y se escuda en las responsabilidades individuales para no asumir las que como organización le corresponden con independencia de las actuaciones judiciales. Se echa en falta una condena rotunda y creíble de la corrupción que ha implicado a diversos dirigentes del partido. Por el contrario, la dirección del PP parece empeñada en echar pelotas fuera instigando nuevos procesos judiciales ajenos a la corrupción para desviar la atención pública de ella, lanzando acusaciones contra una supuesta campaña de acoso del Gobierno y sectores de las fuerzas de seguridad del Estado. En suma, la ambición de poder se sobrepone al sentido de Estado, lo que redunda en detrimento de la credibilidad de las instituciones democráticas y de la confianza de los ciudadanos en la clase política. Por último, y sin establecer explícitamente --implícitamente lo dejo a criterio del lector-- una relación de causa-efecto, ¿para cuándo una ley de financiación de los partidos políticos clara y transparente?