En casi todas las familias suele cohabitar algún miembro --sí, ese en el que está usted pensando-- que se esfuerza en convertir las comidas familiares en una final de la Champions League, que siempre gana por goleada y le eligen el jugador más valioso. Si usted estrena coche, ellos un avión. Si acaban de ascenderle, ellos van a ser canonizados. Si usted viaja a Eurodisney con los niños, ya estuvieron allí cuando lo construían. Con los años se aprende a no discutir, porque nada hay que razonar. Tales campeones suelen detentar el puesto de cuñados ; de ahí que se conozca su patología como el síndrome del cuñado . En la familia socialista, como en todas, lo padecen, y últimamente en abundancia.

Entre las críticas destiladas desde la vieja guardia se imputan al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero , excesos de presencia y presidencialistas. Pero ¿no es dar la cara ante la crisis lo propio de un líder? Se rumorea que trata a sus ministros como secretarios, una acusación que no pasa de cuchicheo a falta de quejas entre los degradados. También triunfa la supuesta comparación entre aquellos brillantes equipos de FG y las mediocres pandillas de ZP. No deja de ser casual que siempre sean las miembras las más cuestionadas. Pero ya se sabe que la casualidad suele salir machista.

Tampoco falta una descalificación feroz de la actual política económica, aunque sus detractores o no formulan alternativa o, cuando la concretan, recuerda peligrosamente a las recetas de Mariano Rajoy : abaratar el despido o recortar el gasto del Estado sin precisar dónde.

Más que críticas de sustancia, parecen síntomas del síndrome del cuñado: ellos eran mejores, en todo y sin discusión. Y esa es la evidencia más incontrovertible del mundo y no se contradice ni con un nombramiento. A Rodríguez Zapatero, por muy presidencialista que sea, no le queda otra que gestionarlo igual que los demás mortales: resignación cristiana, paciencia y amor a la familia.