Decía en una entrevista el otro día Consolación López, concejala de Cáceres Tú, que «Cáceres se está volviendo una ciudad geriátrica». Al menos en eso, es difícil no darle la razón.

Los habitantes del Nuevo Cáceres llevan 16 años esperando el centro comercial La Calera, cuyo cartel promocional acumula óxido desde inicios de siglo. A cambio, les han provisto de una residencia de ancianos y un lujoso tanatorio.

Los tres días del Womad son un espejismo, una excepción, un carnaval donde Cáceres se disfraza de joven y los jóvenes, de hippies. En esta ciudad, en un tiempo bulliciosa de juventud, los jóvenes no son quienes dan la tónica: más bien parece que molestan.

Recuerdo cuando tuve la descabellada idea de llevar a mis alumnos al Museo Helga de Alvear, el rictus alerta de las vigilantes ante esa llegada de bárbaros barbilampiños que hablaban alto y se acercaban demasiado a unas obras ante las que normalmente pasan horas sin que las mire nadie. Impera aquí un curioso clasismo generacional, por el cual si peinas canas en cualquier restaurante o tienda te tratarán mejor, pues saben que tienes dinero para gastar.

La gente de edad es la que tiene dos o tres pisos que alquilan a los estudiantes que desprecian, y que por suerte ya no molestan tanto con el botellón. Apenas encuentro a antiguos alumnos, pues muy pocos siguen aquí después de terminar la carrera. Les toca marcharse a Madrid o más lejos, con los consiguientes desarraigo y desventaja respecto a los que estudiaron allí.

Aquí hay tres o cuatro empresillas, como Imedexsa o Viewnext, que usan a los ingenieros jóvenes como mano de obra barata, con contratos precarios y horas extra para aburrir, con la convicción de que nadie va a quejarse. No extraña, aunque sea triste oírlo, que casi la mitad de los jóvenes quiera hacerse funcionario. De lo contrario, hay que tener mucho aguante y mucho amor a nuestra tierra para quedarse.

De dos amigos ingenieros, de la misma promoción, uno sobrevive dando clases particulares de matemáticas. El otro se marchó a México, y de allí a Chile, y no precisamente por seguir los pasos de Hernán Cortés y Pedro de Valdivia.

En la administración, conviven profesionales con una vocación de servicio admirable con otros que no saben ni escribir a máquina, y a los que molesta que les interrumpan la conversación con su hija o su amigote. No hablemos de la universidad, donde campean los egos inflados de catedráticos y titulares que se situaron cuando no había competencia y tratan como a criados a becarios o asociados que ganan la sexta u octava parte de su sueldo. No contentos con ello, acaparan cuanto pueden, y yo he visto la estampa encorvada de un antiguo decano yendo a cobrar su cheque de selectividad.

De hecho, la cosa va a peor y si ya es injusto que solo los profesores funcionarios cobren «sexenios de investigación» (cuando suelen investigar mucho más los que aún no tienen plaza), a partir de este año, solo los funcionarios pueden participar como evaluadores en selectividad, con lo que la brecha entre profesores de primera y segunda clase sigue ensanchándose.

Me cuenta mi padre de cómo los pastores realizan el «desvieje» que es, como su propio nombre indica, separar del rebaño algunos de los carneros y ovejas más ancianos, dejando otros, y sustituyendo a los primeros por animales jóvenes. Y es que tan malo es que no haya cabezas con experiencia a que solo éstas dominen. En el ámbito político, dejando aparte al PP (partido sin verdadera democracia interna, de dedazos y liderazgos hereditarios) no son ejemplo ni la gerontocracia del PSOE, donde quienes creíamos retirados quitan y ponen secretarios generales, ni la muchachada acelerada de Podemos, donde el general José Julio Rodríguez, dada su edad y su jerarquía militar, hubiera debido poner firmes y llamar al orden a pablistas y errejonistas.