TEtscucho el discurso de los candidatos, tanto los titulares como los aspirantes, y parece que ha venido el tío rico de América y no vamos a tener organización suficiente para construir tantos pisos, guarderías, escuelas, carreteras, puentes, ferrocarriles, aeropuertos, bibliotecas y geriátricos como los que van a llevar a cabo, a poco que les votemos.

En la comunidad en la que estoy empadronado incluso se proponen iniciativas que están fuera del alcance de la administración autonómica y municipal, como, por ejemplo, subir el sueldo a los jóvenes, es decir, que nos encontramos con candidatos que poseen fuerzas esotéricas y misteriosas que les permitirán hipnotizar a los empresarios y, éstos, sin saber qué les ocurre, darán órdenes inmediatas para aumentar los salarios. Pero al margen de estas cualidades mágicas que, eso sí, para que se desplieguen necesitan de un pragmático y concreto número de votos, lo que más me deslumbra es el desparpajo con el que se ofrecen dones y beneficios, como si el dinero que cuestan procediera de las arcas particulares del palabrero y no tuviera su origen en el bolsillo del presunto beneficiario.

Lo que cuestan las farolas, el asfalto de las calles, las flores de los jardines, el sueldo de los guardias, el de los médicos y hasta el del candidato, si lo elegimos o lo reelegimos, tiene su origen en nuestra cuenta bancaria a través de los impuestos, o en nuestro dinero, cuando compramos algo, que ya está gravado previamente.

Esta fatuidad de presentarse como Reyes Magos, de aparecer como grandes benefactores de la sociedad, cuando desde el primer euro hasta el último lo pagamos a escote, me parece de una ridiculez bochornosa, y de una facundia ofensiva. El dinero es público, pero las ambiciones son a veces tan privadas que se interioriza una especie de patrimonialización, que pervierte las relaciones limpias entre administradores y administrados y las ensucia de demagogia y limosna. www.luisdelval.com

*Periodista