Habla Eduardo Mendoza y, por un momento, nos olvidamos de tanta tontería, de tanta corrupción, de tanto chiste imbécil sobre lo que no tiene ninguna gracia.

Habla Mendoza y defiende el humor, y se ríe de sí mismo desde el principio del discurso, confesando que creyó que dedicarse a este tipo de literatura iba a ponerle a salvo de distinciones que es difícil aceptar sin orgullo o modestia.

Y hasta reconoce que no leyó el Quijote cuando se lo mandaron en clase, sino cuando quiso o pudo, de forma tardía y siempre aprendiendo algo diferente. Lo hace con esa sonrisa socarrona que me gusta tanto, y esos ojos humildes que no parecen mentir cuando se sorprende de su fama o de que aumente el número de sus lectores.

Este es el discurso de un escritor, pienso cuando le escucho. Y esto es literatura de humor, la que empieza en el preciso instante en que el autor se ríe de sí mismo y no se toma en serio, justo lo contrario a lo que hacen los egos revueltos de tanto autor patrio. Para los que tratamos de crear, el enemigo es la vanidad, dice.

La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo. Todos los que aspiramos a escribir deberíamos leer una y mil veces su discurso. Es un tributo a quienes le acompañaron antes en el premio, un agradecimiento y una aceptación de su papel en la historia literaria, la de lector empedernido, no de la de clásico.

Muchos de los que ahora andan pregonando sus libros como buhoneros deberían aprender humildad de este maestro. Y muchos de los que incendian las redes con chistes sobre lo que está pasando, sin cuidado alguno, también deberían aprender a reírse de sí mismos, a no tomarse en serio antes de poner en jaque todo. Ya era para mí un autor de referencia y una recomendación para los alumnos.

Después de este premio, seguiré hablando de él con el mismo respeto pero con mucha más admiración. Él promete seguir siendo el que ha sido siempre, Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores, un escritor que mantiene la esperanza de que al final algo parezca tener sentido.