XLxa trascendental cumbre europea que comienza el próximo jueves en Bruselas se va a celebrar bajo los efectos de la brutal descarga eléctrica que el electorado de Francia y Holanda ha propinado a los cerebros que en 1991 diseñaron en Maastricht el calendario del proceso de integración política y económica de Europa. Este electrochoque pasará a la historia como uno de los correctivos populares más severos que haya sufrido nunca una organización política supranacional de la importancia de la Unión Europea.

Esta cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de los 25 sabe que es inútil intentar minimizar o edulcorar los efectos del varapalo que los ciudadanos de esos dos países han propiciado al Tratado constitucional, actualmente en proceso de ratificación. No sólo porque ambas naciones forman parte desde 1957 del núcleo duro del proyecto de unidad europea, sino porque han sido los primeros en expresar de forma mayoritaria un malestar en algunas zonas de la vieja Europa que, por lo que se intuye, está más extendido de lo que aparentemente parecía.

Esta es una de las lecciones que se pueden extraer del rechazo de los referendos francés y holandés y de la posición reticente del Gobierno de Tony Blair , aplazando sine die su consulta popular sobre el Tratado constitucional. El malestar estaba ahí desde Maastricht, pero ha aflorado en el momento en que los ciudadanos de ambos países, tras intensos debates, han sido consultados individualmente sobre el Tratado por el que había de regirse la Europa del siglo XXI. No ha sido tanto un no al Tratado constitucional, cuyo rechazo o aprobación no hubiera incidido en la solución a los problemas que han emergido con fuerza, sino, posiblemente, a la falta de respuestas y dudas que el modelo ofrece para muchas cuestiones contemporáneas, como la inmigración, el paro o el crecimiento económico en el futuro de países socialmente avanzados y de marcada personalidad.

Los eurócratas presentaron este proceso como único e irreversible, pero un par de consultas populares fallidas y un sonoro paso atrás del Gobierno del Reino Unido se han encargado de ponerlo en solfa. Y lo que es indiscutible es que el ideal de integración europea no puede acometerse contra la opinión dominante de algunas naciones muy poderosas con llamadas a la unidad, cualesquiera que sean sus motivos.

En los más de 50 años de construcción europea se han obtenido logros extraordinarios en materia económica, financiera y social. La UE es hoy un agente económico imprescindible en la economía mundial. Pero incluso en este terreno no todo el panorama es de color de rosa, en la medida en que la Unión no está demostrando, por ejemplo, suficiente capacidad para crecer de forma sostenida o para cumplir las reglas que los propios países miembros se autoimpusieron en su día.

Con todo, las grandes tareas pendientes de la UE pertenecen al campo de la integración política y la integración social. La rápida ampliación de la UE a 25 miembros, muchos de ellos problemáticos, ha hecho saltar también las alarmas entre los socios más antiguos. Socios que, siendo contribuyentes netos, arrastran graves desajustes internos, como es el caso de Alemania, o evidencian el agotamiento de las políticas clásicas contra el desempleo, la competencia económica o el sostenimiento del Estado de bienestar, como es el caso palmario de Francia.

Los problemas acumulados están ahí y no se pueden ignorar. Todo apunta a que una buena parte de la opinión pública europea cree que el ritmo impuesto por la burocracia comunitaria al proceso de integración de la UE es excesivamente rápido y se agudizaría en el caso de la hipotética incorporación de Turquía, al ser considerado por los más reticentes como un país que pertenece a otra cultura y a otra tradición política y cívica.

En esta fase avanzada de la unidad europea en la que nos encontramos es probable también que los impulsores del último tramo de la construcción europea no han podido valorar adecuadamente hasta qué punto el ciudadano occidental aprecia aspectos aparentemente intangibles, pero muy importantes, como es la preservación de la identidad nacional ante un ente, como la gran Europa, que no acaba de enraizar con fuerza en los sentimientos de los ciudadanos.

Muchos europeos sensatos y progresistas --dejamos a un lado a los despreciables xenófobos y fascistas, aunque se hayan apuntado al carro del no-- se niegan a renunciar al rico patrimonio común que sus países supieron construir sobre los escombros de la barbarie de dos guerras mundiales. Quieren ser europeos, pero, al tiempo, no renuncian a ser daneses, polacos, checos, españoles o irlandeses. Europa, para sobrevivir, deberá conciliar las sensibilidades nacionales con la necesidad de integración a escala continental.

Hoy, ningún demócrata juicioso y razonable puede negar y oponerse a la idea de una Europa unida. El rechazo al Tratado Constitucional en algunos de los países con más peso en la UE ha sido simplemente la excusa para alertar sobre los defectos que podía estar escondiendo ese proceso de unidad. Resultaría poco pragmático e impolítico ignorar este toque de atención. Hay que buscar otras formas de llegar a esa unidad, remediando, sin duda, el tradicional alejamiento de las instituciones comunitarias. Habrá que rectificar, retomar el impulso y volver a empezar, pero este electrochoque terapéutico no debe paralizar ni desmovilizar ni asustar a nadie, aunque pueda retrasar en algunos años el final del proyecto de la Unión Europea. Pero merece la pena seguir trabajando por este ideal, aunque la cumbre europea deberá contraponer al electrochoque francés y holandés otro electrochoque de igual magnitud.

*Director editorial de Grupo Zeta