Muchos desconocen el sistema de antigüedad retribuida que se nos aplica a los docentes. El sistema es sencillo. Además de los trienios (como casi todo el mundo), cada seis años (el sexenio) se nos abona, a cambio de formación, una cantidad fija mensual que va in crescendo durante los primeros 24 años, cuatro subidas, para caer en picado los últimos treinta, el quinto sexenio.

El problema es que dicho acuerdo lleva la friolera de más de treinta años en vigor, casi a ley educativa distinta por sexenio. Entonces, para el profesorado, sí tenía cabida una vida laboral de 35 años, que casi siempre eran 30, pues se permitía la jubilación anticipada e incentivada, siempre a cambio de la necesidad de formarse y reciclarse cada seis años. Pero la vida laboral ha cambiado.

Mantener al profesorado, sin el sexto sexenio, no tendría sentido en una vida laboral mínima de 35 años cotizados, pues con anterioridad, la jubilación anticipada LOE contemplaba la jubilación con 60 años y 30 de servicios, siendo amortizados los últimos cinco. Actualmente, son treinta y cinco años de servicio los exigidos para el cobro del 100% de la pensión que proporcionalmente irá aumentando hasta los 37.

La ampliación de la edad de jubilación, para aquellos que alcanzaron la condición de funcionario a partir del 2011, hasta los 67 años y 37 de servicios, implica que el docente debe seguir formándose y actualizándose más allá de los 35 por lo que dicho período debería ser reconocido legalmente habida cuenta que muchos docentes estarían en condición de acumular, durante la aplicación gradual de dicha reforma, el sexto sexenio más allá de los 36 años de servicios y por lógica debe seguir formándose y reciclándose en esta última etapa de su vida laboral, incluso me atrevo a decir que precisamente en esos últimos años es cuando más se necesita esa formación de adaptación a las nuevas corrientes pedagógicas, tecnológicas, curriculares, etcétera. Y es que dicen que hoy día somos jóvenes para trabajar con 70 pero demasiado viejos para cobrar por ello.