Bajo este título, la exquisita editorial Gadir pone de nuevo a nuestro alcance dos novelas breves de Manuel Rico cuya edición original, hace una década, se vio cortada en seco por la quiebra de la editorial Bruguera.

Rico es un escritor atípico: nacido y criado en Madrid, su mirada no tiende hacia el febril centro de la urbe, sino hacia las reposadas cumbres del Guadarrama y sobre todo el Valle del Lozoya, que en su narrativa adquiere un contorno casi mítico en torno a la localidad ficticia de Brezo, de manera similar a cómo Eugenio Fuentes con Breda, o Gonzalo Hidalgo Bayal con Murania, crean un escenario que combina la referencia a lo conocido con la libertad de lo imaginado.

En otros sentidos es atípica su trayectoria: volcado primero en la política (fue diputado socialista en la Asamblea de Madrid) y después en la gestión cultural y la defensa de los derechos de los creadores (fue director de Gabinete del Instituto Cervantes y actualmente es presidente de la Asociación Colegial de Escritores), su obra es muy personal y al margen de ninguna escuela o grupo literario.

«Autor extraño y solitario, alejado de modas y corrientes y entregado a una literatura sin dependencias ideológicas o políticas, a una literatura elusiva de las servidumbres y urgencias del presente». Con estas palabras, que podrían bien definir al propio Rico, caracterizaba a Enrique Blasco, escritor protagonista de su novela Verano (2008), y que, como el pintor Gonzalo Porta de La Mujer muerta (2000), ve cómo su mundo imaginario, artístico, empieza a tener inquietantes correlaciones en la realidad de unos pueblos donde se agitan aún los crímenes del pasado, pues en la novelística de Rico, también destacado poeta y crítico, está muy presente la memoria de las víctimas del régimen franquista.

En Espejo, el tema del doble (imposible no evocar el William Wilson de Edgar Allan Poe) se carga de profundidad con la nostalgia de las vidas no vividas y lo que pierde cuando se cree ganar algo.

Ernesto Silva, oscuro funcionario conformado a una vida solitaria y de rutinas, empieza a coincidir en su autobús con un hombre de su misma edad, desaliñado y muy distinto, que lee el mismo libro que él. La tensión propia del género fantástico, que, como explicara Todorov, oscila entre lo extraño, explicable por razones naturales pero desconocidas aún para el lector, y lo maravilloso, por la que debemos aceptar un mundo sobrenatural, se mantiene hasta el sorprendente desenlace. En Tinta, al modesto empleado Luis Orueta, su pasión por las plumas estilográficas le va llevando a peripecias cada vez más arriesgadas para hacerse con el objeto de su deseo.

Ambos protagonistas van experimentando un progresivo «desasimiento de la realidad», en el que los lectores les acompañamos, sobrecogidos y a la vez regocijados.