El éxito alcanzado por un equipo médico de Sevilla al curar una anemia congénita --beta-talasemia mayor-- a un niño de 7 años utilizando la sangre del cordón umbilical de su hermano Javier, nacido en octubre tras un proceso de selección embrionaria, debiera silenciar las voces que critican esta manipulación genética. Es difícil imaginar un acto más desprendido y de más amor que el de unos padres dispuestos a ponerse en manos de la ciencia para salvar a su primogénito, y una existencia mejor fundamentada que la del pequeño que ha proporcionado el material para la curación. Nada de lo sucedido violenta la moral y transgrede el respeto debido a la vida; más bien amplía los horizontes y devuelve la esperanza a muchas familias.

La selección embrionaria que ha permitido a Javier ver la luz es muy distinta al extravagante capricho de algunos padres que quieren decidir el color de ojos de sus hijos u otras características a través de un uso frívolo de la manipulación genética. Y quienes critican a los progenitores de Javier y a los médicos --entre ellos, la Conferencia Episcopal-- apenas tienen que ver con el debate ético ineludible que los avances científicos plantean y, en cambio, son tributarios de los prejuicios que con harta frecuencia se adueñan de estas discusiones morales, cuando no se trata lisa y llanamente de dogmáticos incorregibles. Debiera repugnar a cualquiera la simple suposición de que la intervención de unos científicos exquisitamente discretos puede ensombrecer o poner en entredicho la curación de un niño, la felicidad de unos padres y la vida de un pequeño.