La vida, ya sabemos, suele pasarte por encima, sin que te des cuenta, mientras enhebras días, engarzados en rutina. Estamos ya en julio, madre mía, nos decimos, o nos llevamos las manos a la cabeza cuando vemos crecer a los hijos de los otros, esos que vimos nacer o balbucear en sus torpes intentos de ser adultos. No queremos reconocer el paso del tiempo, enfrascados en mil tareas cotidianas, casi todas ellas prescindibles. Nos creemos depositarios de un caudal de horas, cuando la realidad nos demuestra que el mañana es dudoso, y que el día de hoy puede sernos arrebatado en un momento. Y aun así, dejamos para luego lo que de verdad nos apetece, o postergamos la cita con quien nos importa. Total, siempre existe un después; pero no. A veces la vida nos pasa por encima, y nos recuerda la brevedad de la ración que nos ha tocado en suerte. Entonces, llegan las lamentaciones inútiles. Por qué no llamé, no quedé, no tomé ese café tan deseado. Ahora que de casi todo hace veinte años, ha tenido que morir Fernando Arias para que volviésemos a hablar los amigos de aquella época. Se acumulan los recuerdos, las frases, las anécdotas del instituto que compartimos. Era un hombre bueno y vitalista, lleno de entusiasmo, que supo querernos porque sabía hacerse querer. Su muerte me ha sumido en el desánimo del tiempo no dedicado a los amigos. Hasta en el último momento Fernando me ha enseñado que puede no existir el día de mañana. Hacía diecisiete años que venía diciéndomelo y ha tenido que irse para que lo aprenda. Y eso que lees, Pilarín , me hubiera dicho. Qué torpe eres para algunas cosas. Y tendría razón, como tantas veces.