Suena a broma macabra que el último partido del Cáceres en la ACB haya sido calificado como "fiesta". La cita de hoy ante el Unicaja es una de las más tristes de la historia del deporte extremeño, pues supone el epílogo de su más hermoso y continuado proyecto.

El hueco sentimental que amenaza a muchos cacereños con el descenso e inminente desaparición del club no invita precisamente a celebraciones, sino más bien a la reflexión de por qué se ha llegado hasta aquí, a qué tipo de degradación moral --aparte de la económica-- ha sido sometido un club enfermo desde hace demasiado tiempo. Lo más paradójico es que algo que duele a tanta gente apenas haya trascendido en el debate público, justo cuando las elecciones invitan a todo lo contrario.

El último paseo al cadáver del Cáceres debería ser también un ejercicio de justicia popular en el reparto de culpabilidades. Resulta obsceno que toda la censura se la lleve el entrenador, el canario Manuel Hussein, y que tanto los jugadores --profesionales, pero erradísimos casi todo el curso-- como el consejo --incapaz de resolver la previsible agonía de alguna forma-- salgan indemnes. Una fiesta sería un contrasentido.