Hablábamos de la vida sin más. Sin ninguna razón más que no fuera coincidir en la calle y charlar un rato sobre esto o aquello. Es lo que tienen las ciudades de provincia, que siempre te dan la oportunidad de no perderle el paso ni la pista a esa gente conocida con la que te tomarías un café en el fin del mundo. La cara amable de los lugares pequeños donde todos tenemos un nombre, el mismo que se aprende el comerciante de Madrid si entras dos veces por la misma puerta. Es lo que tiene querer vender o, al menos, intentarlo cuando se trata de dar cariño al cliente. Pero el reverso de la moneda es otro bien distinto. Dejar de ver a alguien puede significar qué algo ha pasado. No tendría que ser malo, aunque la duda me acechó cuando perdí ese rostro entre las decenas de caras con las que me cruzaba cada día. Guardo en la memoria su imagen pintando sentado en el banco, la mirada perdida bajando a la plaza y esa losa del desgaste que provocan los años en las personas que hemos visto jóvenes. Así fue como ocurrió. Tan sencillo como vital. De un día para otro, como sabiendo que podría desaparecer sin nada más decir. El relato de un episodio perdido, el discurso acabado de una vida más entre tantas otras. Nunca sabes si tienes razón hasta que el tiempo te da una bofetada. Perdida la esperanza de volver a encontrarle, leí su nombre en las esquelas del periódico. El hueco en el paseo había quedado vacío y las calles ya no preguntaban su nombre. Me pregunto si ahora le darán otro sitio en el cielo. Somos así, dueños de un espacio que no nos pertenece. Inquilinos del asfalto que dejaremos de pisar. Un escaparate que cambia sin que nos demos cuenta de que todo es fugaz.

* Periodista