Es bien sabido que una de las armas de la diplomacia es la política de gestos. Así lo entiende Rabat. En el momento en que la industria gallega de la pesca está amenazada por los efectos del hundimiento del Prestige, a los que cabe añadir los causados por la ineficacia y descoordinación de las autoridades, tanto de las autonómicas como las de Madrid, Mohamed VI ofrece sus aguas a pesqueros afectados por la catástrofe.

Es lo que cabe esperar de un buen vecino. Pero este gesto marroquí, más allá de sus limitados efectos prácticos, tiene una intención que sobrepasa el problema concreto del Prestige. Cuando España y Marruecos llevan 20 meses casi sin hablarse, sin embajadores, con desplantes diplomáticos y escaramuzas militares por ambas partes en nombre de la soberanía y la bandera, la solidaridad marroquí es una manera de romper el hielo, de decir sin palabras que hay una voluntad de volver a encauzar las relaciones.

Este ofrecimiento de Rabat, sumado a la reciente entrevista entre los ministros de Exteriores de ambos países y a la creación de grupos de trabajo, marcan un inicio. Pero el camino por recorrer es muy largo. Harán falta más gestos, y de ambas partes.